ARTE X MATER

 





MATER
El susurro de lo antiguo: entre el río y la sombra

Hubo un tiempo, no marcado en los relojes, ni en los libros oficiales,
cuando el mundo giraba alrededor del útero,
cuando las lunas contaban secretos que sólo ellas comprendían,
y la palabra era un hilo tejido entre las manos de las mujeres.
No hubo reyes ni tronos, sólo el círculo y la trama,
el latido compartido de la tierra y el cuerpo,
un orden que no era de propiedad sino de presencia,
de escucha profunda a la voz del río y al suspiro del viento.
Pero llegó la ruptura: la historia cambió de nombre y dueño,
el tiempo se fragmentó y se volvió lineal, frío, medido,
la mujer pasó de centro a sombra, y su cuerpo fue territorio a conquistar.
En ese desplazamiento se forjó el gran silencio,
una grieta oscura donde quedaron sepultados los cantos antiguos,
las imágenes que recordaban el poder del cuidado,
la fuerza del deseo, la invención que nace en lo invisible.
Y sin embargo, el arte, esa insurrección silenciosa,
no dejó de escribir en los márgenes lo que no podía decir en el centro,
no cesó de ser memoria encarnada, resistencia en el gesto,
un acto de rebeldía que traza mapas secretos hacia otro mundo posible.
Este ensayo es una búsqueda en ese eco perdido,
un intento de nombrar lo que fue desplazado,
de comprender la historia desde sus grietas,
y de recuperar el lenguaje de la creación como acto político y poético.

MATER COMO PRELUDIO AL ARTE DE RUPTURA

Hubo un tiempo anterior al tiempo histórico, tejido en torno a lo femenino como centro generador de sentido: la tierra, el útero, la palabra compartida en círculo. No era propiedad, era presencia. Pero la ruptura patriarcal reconfiguró el archivo del deseo: transformó la línea del tiempo en dominio, la maternidad en sospecha, y el cuerpo de la mujer en territorio por conquistar.
Desde el juicio a Orestes, donde Apolo declara que el padre es origen y la madre mera nodriza, hasta la institución mariana que encarna a la vez la santidad y la negación del deseo, la cultura patriarcal se construye como una máquina simbólica de borramiento. Así se funda una nueva ley: el Nombre-del-Padre, esa instancia que Lacan ubica como garante del orden simbólico, que marca la castración y produce la subjetividad moderna bajo el signo de la pérdida y la interdicción.
Pero en los márgenes de esa Ley, el arte resiste. Guarda la memoria del cuidado, el canto de las diosas silenciadas, la potencia originaria del cuerpo. Desde las imágenes ocultas en los templos antiguos hasta la subversión formal de las vanguardias, el arte se constituye como archivo insurrecto, lenguaje de la grieta.
En esta sección pondremos en causa ese recorrido: desde el mito de la transmutación del poder femenino, pasando por las construcciones simbólicas del linaje y la reproducción, hasta la irrupción contemporánea del conocimiento genético que desarma las certezas binarias. Porque si el cuerpo fue signo de dominación, hoy puede ser lugar de transformación.
Y es allí, en ese punto de inflexión, donde el arte vuelve a su gesto originario: no como adorno, sino como política encarnada. Como línea de fuga, como grieta que se abre entre el nombre y la cosa, entre la Ley y el deseo, entre la historia escrita y la que aún se murmura bajo tierra.

SEMILLA, SENTENCIA Y SILENCIO

GENEALOGÍA SIMBÓLICA DE LA PÉRDIDA DEL PODER FEMENINO

I. INTRODUCCIÓN: LA PREGUNTA DE LA PÉRDIDA

¿Cómo fue que las mujeres perdieron el poder?

No es una pregunta caprichosa ni nostálgica. Es un grito antiguo que atraviesa los siglos y vuelve, una y otra vez, en los ojos de las que insisten en mirar la historia con el cuerpo. Porque antes del patriarcado hubo otra forma de organizar la vida, más cercana a la tierra, al agua, a los ciclos. Y sin embargo, algo ocurrió. Una herida. Un corte. Una sustitución.

Esta reflexión nace desde una mirada feminista, sí, pero también desde una pulsión lingüística: la necesidad de revisar los mitos fundantes, esos relatos que, como semillas dormidas, siguen gobernando nuestras formas de hablar, de amar, de morir.

La cultura patriarcal no nace sólo con la espada. Nace con el verbo. Con el gesto de nombrar, ordenar, desplazar. Y en ese sentido, no sólo el cuerpo de la mujer fue despojado de poder: también su palabra fue exiliada.

II. LA REVOLUCIÓN DE LA SEMILLA

Todo comienza con la tierra. Con la semilla. Con ese gesto inaugural que convierte a la especie humana en sedentaria. El neolítico no es sólo un cambio técnico: es una revolución del deseo. Donde antes la tribu se movía al ritmo del alimento, ahora se enraíza. Aparece la propiedad, el excedente, la contabilidad del grano, el calendario del sol.

Y en ese orden nuevo, la mujer es centro. Es cuerpo fértil, madre tierra, mediadora con lo divino. Es la que conoce los ciclos, la que nombra las estaciones, la que custodia la sangre.

Las civilizaciones más antiguas –pienso en Çatalhöyük, en Creta, en las figuras de diosas con vientres exuberantes y pechos abiertos al tiempo– no representan aún el patriarcado. Son culturas del gesto redondo, del ritual colectivo, de la economía simbólica del dar.

Pero las cosas cambian.

Con el tiempo, las oleadas nómades del norte —más hostiles, más jerárquicas— comienzan a descender. Y no lo hacen sólo con la espada. Lo hacen también con el mito. Se produce lo que podríamos llamar una segunda gigantomaquia: no la guerra de los dioses olímpicos contra los titanes, sino la absorción simbólica de los pueblos femeninos y solares por parte de un orden masculino y guerrero. Creta no es invadida: es culturalizada por su propia generosidad. Le entrega su saber a quien luego lo convertirá en imperio.

III.ORESTES: SENTENCIA Y EXILIO DEL DESEO MATERNO

Pero el verdadero acto fundacional no ocurre en el campo de batalla. Ocurre en el tribunal de la historia. En una sala ficticia, pero decisiva: el juicio a Orestes.

El joven Orestes ha matado a su madre, Clitemnestra, en venganza por la muerte de su padre. Las Erinias lo persiguen, exigiendo justicia por el matricidio. Pero Apolo interviene. Lleva el caso al Areópago. Y allí, en una escena que marca el destino simbólico de Occidente, se emite el fallo: Orestes es absuelto. Porque, dice Apolo, “la madre no es la verdadera progenitora del hijo, sino solo la nodriza del germen sembrado por el padre.”

Ese enunciado no es una opinión. Es un decreto ontológico. Se desplaza el origen de la vida. Se desaloja a la madre de su lugar simbólico. El semen es el portador de la vida, el útero es simple receptáculo porque se desconoce la existencia del óvulo en la procreación.

Desde Lacan, podríamos decir que allí se instituye el Nombre-del-Padre: la función simbólica que introduce la ley, la castración, la estructura misma del lenguaje. La madre, antes origen y centro, deviene un cuerpo sin significación autónoma. Lo materno es ahora lo Otro: lo que debe ser domesticado, expulsado, juzgado.

Y así comienza, en silencio, la larga noche del deseo femenino.

IV. LA VIRGEN Y EL RETORNO DOMESTICADA DE LA MADRE

El patriarcado es astuto: no borra del todo a la madre. La reinventa. La convierte en ícono. La vuelve altar. La depura de todo exceso. Así aparece la Virgen.

Después del fallo de Orestes, la figura materna no desaparece; se purifica. La madre ahora es virgen. Pura. Inaccesible. Una mujer sin cuerpo, sin goce, sin historia.

Pero ese retorno —como todos los retornos bajo la lógica fálica— está cuidadosamente mediado por la ley. La María no es una diosa de la fecundidad: es una madre virgen. Su hijo es hijo de Dios, no de un cuerpo deseante. El semen vuelve a ser protagonista, pero esta vez bajo el signo del Espíritu Santo. El útero de María es un pasaje, no un origen.

Este retorno tiene su correlato político. En los primeros siglos del cristianismo, cuando las mujeres todavía oficiaban como líderes de comunidades (las famosas basileias), su presencia era incómoda para la estructura eclesiástica en formación. La Iglesia —ese nuevo imperio de lo simbólico— necesitaba de la figura femenina, pero no de su poder.

Así se crea un doble dispositivo:

  1. La exaltación simbólica de la madre virgen como ícono de pureza, sacrificio y obediencia.

  2. La exclusión real de las mujeres del espacio de decisión, interpretación y deseo.

La madre vuelve, sí, pero vaciada de potencia. María es reina, pero no gobierna. Es santa, pero no sacerdotisa. Es madre, pero no amante. Esta no es una cuestión de fe o de creencia, esto pasa por otro lugar, aquí se trata de la forma del artilugio narrativo, de los textos permitidos y prohibidos, que no tiene punto de anclaje en lo sagrado.

Y no es menor el dato: su hijo también debe pasar por la muerte. Como si el relato no pudiera cerrarse sin el sacrificio masculino que justifique la redención. El hijo de la madre sin deseo es un cordero, no un rey.

Así se consuma la operación: el cuerpo femenino, antes centro cósmico, se vuelve soporte simbólico de un relato que ya no le pertenece.

V. SEXUALIDAD, SABER Y MULTIPLICIDAD : LA REVOLUCIÓN DEL CONOCIMIENTO

Durante milenios, la sexualidad fue misterio. Luego fue tabú. Después, campo de control. Hoy, es objeto de estudio, de manipulación, de expansión. Pero sobre todo, es campo de conocimiento. Y eso cambia todo.

Ya no hablamos sólo de semen o de útero, sino de genes, combinatorias, mapas genéticos. El saber que antes estaba en los mitos —Zeus que fecunda con un rayo, Leda que pare un huevo— ahora circula en bases de datos y protocolos clínicos. Lo que era relato, ahora es archivo. Pero ese archivo no es neutro: reconfigura el deseo.

Porque el conocimiento sobre la sexualidad no es únicamente técnico. Es simbólico. Es político. Saber cómo se hereda, cómo se transmite, cómo se edita, es también saber qué cuerpos valen, qué vidas se consideran posibles, deseables, reproducibles.

Y sin embargo, este mismo conocimiento nos libera de ciertos binarismos. La fertilidad ya no es atributo exclusivo de un cuerpo sexuado. Las identidades se dislocan. Las combinaciones exceden la carne. El género deja de ser un destino biológico para volverse pregunta abierta.

Ya no hay un solo relato del origen. Hay muchos. Y todos ellos desestabilizan la vieja escena de la concepción como acto de poder masculino. La sexualidad, en esta revolución, deviene red simbólica, campo de disputa, espacio de reinvención.

Así, el conocimiento genético no cancela el mito: lo desplaza. Lo obliga a mutar. Ya no somos hijos de dioses, sino de bancos genéticos, de decisiones legales y afectivas que exceden el coito y el mandato.

Y sin embargo, algo sigue latiendo: el deseo de nombrarnos. De decirnos. De inscribirnos en una genealogía no biológica, sino simbólica. La madre ya no es sólo la que gesta: es también la que narra. La que inscribe. La que da sentido.

VI. ARTE COMO RUPTURA: DESEO, CLASE Y MITO EN TENSIÓN

Desde sus orígenes, el arte no repite el mundo: lo rasga. Nace de la grieta, de la herida, del desacuerdo. Donde el relato oficial clausura sentidos, el arte los reabre. Donde la historia borra, el arte inscribe. Donde el poder impone orden, el arte desorganiza simbólicamente.

Bajo esta luz, el arte no es un quehacer decorativo, sino una acción insurgente. No representa lo real, lo vuelve extraño. No confirma la identidad, la pone en crisis. El arte no hace: deshace. No trabaja sobre objetos: trabaja sobre signos.

Y ese trabajo de desarme tiene lugar, siempre, en una coyuntura histórica. La pregunta por el arte es inseparable de la pregunta por la lucha de clases. Porque no hay arte sin conflicto, sin exclusión, sin contradicción. El gesto estético que irrumpe también cuestiona: ¿quién tiene derecho a representar? ¿Qué lenguajes son válidos? ¿Qué cuerpos son visibles?

Desde esta perspectiva, la ruptura estética es también ruptura política. No porque el arte “milite”, sino porque abre sentidos nuevos allí donde el discurso dominante impone clausuras. Una obra no cambia el mundo, pero cambia la forma de mirarlo. Y en ese acto, ya está transformando la realidad.

Pensemos en el gesto de las vanguardias, en la irrupción de las mujeres artistas, en las poéticas decoloniales. Cada una de estas intervenciones cuestiona no solo una estética, sino un orden simbólico de legitimación: el del museo, el del canon, el de la historia escrita con sangre y firma de varón blanco europeo.

El arte, entonces, es una alternativa. Lugar donde lo silenciado se manifiesta. Donde el mito —ese relato ancestral que organizó el mundo— es desmontado, recodificado, reencarnado.

Y no es casual que, en cada época de transformación profunda, el arte reaparezca como fuerza  del deseo. No el deseo domesticado por la moral, ni el deseo capitalizado por el mercado, sino el deseo como exceso, como juego, como invención.

VII. GENEALOGÍAS POSIBLES: TRADICIONES, LAZOS Y EL ALCANCE SIMBÓLICO DE LA REVUELTA

No hay comienzo absoluto. Lo que llamamos origen siempre está trenzado con restos, con fragmentos, con espectros. Así también nuestras luchas: no nacen, reaparecen. Bajo otras formas, en otros cuerpos. Pero siempre con un hilo rojo que las conecta. Un lazo secreto, a veces negado, otras veces reinventado.

La historia del poder sobre los cuerpos —sobre todo sobre el cuerpo de las mujeres, de lo femenino, de lo materno— es también la historia de su resistencia. Desde las diosas madres hasta las vírgenes guerreras. Desde las sibilas hasta las psicoanalistas. Desde las tejedoras de mitos hasta las hackers del código genético.

Lo que llamamos “matriarcado” no fue una edad de oro perdida, sino un modo de organizar lo sensible, donde la vida se pensaba a partir de la fecundidad, del tiempo circular, del vínculo. Su represión no fue solo política: fue simbólica. Fue la construcción de un relato donde la mujer deviene culpable, y el varón, portador del logos.

Pero algo sobrevive. En el arte. En el lenguaje. En la memoria corporal. Y en cada intento de restituir ese saber negado, de conectar el deseo con la tierra, con el ciclo, con la herida y la herencia, se juega un acto político.

Hoy, cuando el conocimiento genético y la revolución simbólica de los géneros desestabilizan las viejas certezas, ese pasado vuelve a iluminarse. No para restaurarlo, sino para leerlo de otro modo. Para trazar genealogías que no sean de la sangre, sino del sentido. No del linaje, sino del relato.

El arte, la palabra, el pensamiento crítico, no fundan una tradición: la continúan. A su modo, con sus errores, con sus mutaciones. Pero sabiendo que hay una historia que no fue escrita, que está esperando ser narrada otra vez.


ARTE

ARTE COMO INSURRECCIÓN: MEMORIA, LUCHA Y SUBJETIVIDAD

Hubo un tiempo en que el arte no era un lujo, ni un objeto, ni un museo.
Era huella en el barro, grito sobre la piedra, danza en la penumbra.
Era la memoria viva que latía en cada gesto, el lenguaje sin palabras que unía cuerpos y territorios, y desafiaba al olvido.

El arte era insurrección desde su raíz más profunda: una forma de resistencia y creación que no se plegaba a la ley del Nombre-del-Padre, sino que trazaba mapas secretos hacia otro mundo posible.
No era propiedad ni mercancía, sino territorio sagrado del deseo, del cuerpo, de la comunidad.

Pero la historia fue tejiendo silencios y fragmentos.
El arte se volvió “lo otro” del discurso dominante, la voz que habla en los márgenes, la rebeldía que no se puede encerrar.
Memoria encarnada, lucha contenida, palabra que resiste la imposición simbólica y abre grietas en el orden establecido.

Esta segunda parte se sumerge en esa dimensión insurgente del arte, en su capacidad para ser memoria activa, lucha simbólica y producción de subjetividad.
Un espacio donde lo imposible se vuelve posible, donde la historia y el cuerpo, la política y el deseo, se entrelazan en un acto creativo que nunca cesa.

Desde las antiguas huellas en la tierra hasta las mutaciones genéticas que desafían la biología, el arte sigue siendo ese lugar de resistencia, creación y transformación.

I.TRANSFORMACIÓN DEL SER: EL ARTISTA COMO SUJETO ANÁRQUICO

En cada obra, el artista no solo busca realizar el objeto de su deseo imaginario, sino también confrontar la resistencia del material — ese otro imposible que se niega a ceder sin conflicto.
Esta tensión entre la materia y la imaginación es un campo de batalla donde el artista siente sus propios límites, y es allí donde brota su anarquía esencial.

No se somete a la ley simbólica del Otro, sino que inventa su propia ley, la norma singular que delimita lo posible contra lo imposible del material. El producto ser la forma que logre la mano con el cincel, pero también la resistencia del material. De esa manera funda una estructura propia, un ley autónoma, lo que se puede y no se puede hacer, de acuerdo a su fuerza y capacidad.

Por eso, el artista es un insurrecto, un sujeto que desafía la norma desde el acto mismo de crear, fundando así su autonomía más profunda: no es ni un esclavo de la técnica ni un mero ejecutor, sino un legislador de su propio deseo.

Es en esta autonomía donde el ser se transforma, porque crear es también crearse: un proceso de emancipación que borra las huellas del mandato externo y abre un territorio propio, siempre frágil y en movimiento.

II. RELACIÓN ENTRE ARTE Y PODER

HACER VERSUS QUEHACER DEL ARTE: PRODUCCIÓN Y CREACIÓN.

No basta con la mera fabricación de objetos; el arte es un acto de sentido, un hablar con el Otro y contra el Otro.
El “hacer” es el trabajo técnico, la repetición de formas, la inscripción en un circuito productivo; el “quehacer” es la creación que desborda ese marco, que interroga y subvierte el orden establecido.

El arte, se corre de lo que Marx llama el trabajo alienado. Su dimensión política se manifiesta cuando se desplaza del trabajo a la insurrección, cuando la creación revela las grietas de la hegemonía simbólica y abre espacios para el deseo negado.

El arte y las relaciones de producción: ¿trabajo o subversión?

El arte se inscribe inevitablemente en relaciones sociales, económicas y simbólicas que condicionan su producción y circulación.
Sin embargo, en el gesto creativo, el artista puede romper con la lógica del capital y del control, revirtiendo la función del objeto artístico en un acto de subversión.

El arte se convierte en resistencia, en memoria viva y en denuncia; un golpe silencioso que desestabiliza la normatividad y reestructura las subjetividades.

ARTE Y LUCHA DE CLASES: INSCRIPCIÓN SIMBÓLICA DE LA REBELDÍA.

El arte insurgente es también el arte que encarna las contradicciones sociales y las luchas populares.

Desde la pintura mural hasta la poesía de barricada, la insurrección estética abre la posibilidad de construir sentidos colectivos que desafían el orden de la dominación.
El arte es, en última instancia, la palabra que no se somete, el gesto que rehúye la domesticación, la creación que desarma el dispositivo de control.

III. ARTE Y REVOLUCIÓN DEL CONOCIMIENTO DE LA SEXUALIDAD

El arte no solo se inscribe en las relaciones sociales, también en las tramas profundas del cuerpo, del deseo y de la sexualidad.
La revolución del conocimiento sobre la sexualidad — desde la genética hasta las pulsiones inconscientes — abre un nuevo horizonte para la creación artística, donde el cuerpo deja de ser territorio fijo y se vuelve un campo múltiple y mutable.

DESPLAZAMIENTO SIMBÓLICO Y POLÍTICO: DEL CUERPO MATERNO AL CUERPO GENÉTICO

En el archivo simbólico patriarcal, el cuerpo materno fue desplazado por la figura del padre como portador del “fluido vital”. Pero la ciencia contemporánea derriba ese mito.
La información genética no es monopolio del “padre” ni “madre”: es un tejido complejo, donde la diferencia y la multiplicidad son la norma.
El arte captura ese nuevo conocimiento, rompiendo con las narrativas rígidas de género y poder, para explorar la diversidad de cuerpos y deseos.

DESEO Y PULSIÓN EN EL ARTE: MÁS ALLÁ DE LA BIOLOGÍA

Siguiendo a Lacan, el deseo es siempre deseo del Otro, mediado por el lenguaje y lo simbólico, no reducible a una función biológica.
El arte, entonces, es el espacio donde la pulsión encuentra formas que exceden el determinismo biológico y se convierten en manifestación de la subjetividad irreductible.
Cada obra es un campo de deseo que habla desde la ausencia, desde la falta, desde la castración simbólica que funda al sujeto.

NUEVAS GENEALOGÍAS DELCUERPO Y EL DESEO EN LA CREACIÓN ARTÍSTICA

La creación artística produce nuevas genealogías que subvierten la linealidad del poder patriarcal: cuerpos híbridos, identidades fluidas, deseos múltiples.
El arte deviene así un laboratorio de subjetividades alternativas, un espacio para imaginar y realizar otras formas de vida, amor y resistencia.

IV. LA RUPTURA EN ELARTE: ORIGEN, LEGITIMACIÓN Y FUTURO

Romper no es solo destruir; es abrir una fisura donde la costumbre se ahoga. El arte, cuando verdaderamente se ejerce como gesto de libertad, no repite: interrumpe. Su origen está en ese punto de fuga donde algo no encaja, donde el mundo duele o desborda, donde las palabras heredadas ya no alcanzan. Cada obra nace como una grieta en la lengua común.

Pero romper tiene un precio. ¿Quién autoriza esa ruptura? ¿Quién otorga legitimidad a un gesto que, por definición, desborda lo permitido?

El artista habita un umbral ambiguo. A veces se le exige ser oráculo, otras, bufón. Lo cierto es que su lugar siempre está en disputa: profeta o farsante, iluminado o hereje, su figura oscila en una tensión entre la necesidad de decir y el riesgo de no ser escuchado. Su legitimidad no le viene dada, la construye con cada obra, en una lucha constante entre el reconocimiento y la marginación.

En ese camino, el arte revela su costado más político: su capacidad de imaginar futuros. No como utopía cerrada, sino como apertura radical. Cada ruptura artística no solo desafía el presente, también ensaya otro mundo posible. Así, el arte no se limita a representar la realidad: la interrumpe, la transfigura, la subvierte.

Romper en el arte no es negar la tradición, sino transformarla. Cada gesto creativo retoma una herencia y la atraviesa con la pregunta por lo nuevo. No hay ruptura sin memoria, como no hay futuro sin deseo.

Y en ese vértice —entre lo que fue y lo que aún no es— el arte resiste. No como espectáculo, sino como acto de existencia.

V. COROLARIO: EL ALCANCE POLÍTICO, SOCIAL Y CULTURAL DEL ARTE INSURGENTE

El arte insurgente no necesita permiso. Atraviesa los tiempos con la osadía de quien sabe que la historia se escribe también con colores, ritmos y metáforas. Su tradición no es un museo, es una herida viva que canta. Y su innovación no es capricho: es respuesta, es hambre, es visión.

El arte que se rebela funda subjetividades nuevas, porque no representa el mundo: lo reinventa. El gesto de crear es, en sí mismo, un acto fundacional. Y cuando ese gesto nace del pueblo, no puede conformarse con ser considerado "típico" o "folklórico". Merece inscribirse en la línea de fuego de los clásicos.

Porque clásico es lo que resiste el olvido, lo que habla al porvenir sin pedir permiso al presente.

Un artista del pueblo, entonces, tiene que aspirar a eso: a ser clásico. No por vanidad, sino por justicia. Porque lo clásico no es lo elitista, sino lo que funda una lengua común. Y un artista nacido del pueblo, con sus heridas y su potencia, puede y debe hablar esa lengua con su propio acento, con rigor y con belleza.

Requiere disciplina, sí, y una formación ecléctica, insumisa, a contramano de los cánones oficiales, pero profunda. Porque si algo no debemos permitir, es que el arte del pueblo quede relegado a la categoría de moda, de estampa, de postal exótica para el consumo de otros.

Formarse no es traicionar el origen: es armarse para sostenerlo en la batalla simbólica.

Así, en el cruce entre memoria y deseo, el arte sigue hilando insurrecciones.

CONCLUSIÓN, LAUTOPÍA ENCARNADA

Hubo un tiempo —y vuelve— en que el arte no era ornamento ni elite, sino hambre de mundo, sed de justicia, y cuerpo que no se arrodilla. ARTE X MATER no busca clausurar la historia, sino hacerla estallar en mil fragmentos donde aún arde el sentido.

I. EL HILO DE REGRESO

No volvemos al punto de partida. Algo se ha roto, algo se ha abierto. Quien escribe, quien crea, quien enseña, lo sabe: no se sale intacta del gesto artístico. Cada palabra es una herida que aprende a hablar. Cada forma es un parto simbólico. Cada obra, una hija no domesticada.

II. HERENCIA Y PORVENIR

El arte es memoria activa: no acumula restos, siembra símbolos. Cada obra popular que resiste la folklorización o el consumo rápido, cada poema que se niega a volverse souvenir, está gritando: esto también es historia. Historia viva. Herencia insumisa. Futuro abierto.

III. EL ARTISTA COMO CLÁSICO POPULAR

Y aquí mi mensaje, tantas veces dicho en aulas sin calefacción, frente a pibes y pibas con fuego en los ojos:
Un artista nacido del pueblo tiene que aspirar a ser un clásico.
 Porque no hay que permitir que el arte popular quede encorsetado en la moda o reducido al folklore como adorno. El artista del pueblo debe escribir su nombre en la piedra, no en la espuma.

IV. EPILOGO UTÓPICO

Crear es imaginar el mundo que no existe aún. Es encarnar la utopía como ejercicio cotidiano, como afirmación tenaz en medio del ruido.
El arte como insurrección no es una metáfora, es un acto.
Un acto que transforma al mundo, sí.
Pero antes, transforma a quien se atreve a crearlo.

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