CREATIVIDAD Y POLÍTICA: ARTE ES TRABAJO
SINDICALISMO POÉTICO
El arte es sudor que talla mármoles invisibles. Cada pincelada, verso o nota late con el pulso de un cuerpo que combate jornadas enteras contra el mito de la inspiración etérea. El artista no es un oráculo en trance, sino un obrero que cincela el hueso del mundo para extraerle su médula luminosa.
¿Acaso el cincel del escultor no es hermano del martillo del herrero? Ambos forjan materia en diálogo con la gravedad de lo cotidiano. Pero al primero se le exige vivir de promesas, mientras su taller se vuelve vitrina de un sistema que venera la llama pero niega la leña.
El arte es la geología de las manos que cavan en el sueño colectivo. No un manifiesto, sino la dureza que se forma en la mano cuando el cincel dialoga día tras día con la piedra testaruda. Imaginá al alfarero cuyo torno gira al compás de sus deudas y sus insomnios: cada vasija perfecta es también un jirón de su vida dejado en el barro. ¿Qué mito nos contaron para creer que el sudor del artista evapora más rápido que el del herrero? Ambos forjan mundos, pero solo uno debe fingir que su fragua es altar y no taller.
La burguesía disfraza su explotación con sedas bohemias: nos venden el tópico del artista-lobo que aúlla en los márgenes, mientras sus garras son domesticadas para dibujar jaulas doradas. ¿Qué queda cuando desnudamos el fetiche? Un trabajador sin contrato, cuyo salario suele ser el aplauso que no paga el alquiler. Y sin embargo, en este laberinto donde lo revolucionario se mercantiliza como experiencia inmersiva, surge un camino: politizar el gesto creador. Hacer del taller no un santuario, sino una asamblea; de la obra no un espejo opaco, sino un puente tendido hacia el grito colectivo.
Hay una conspiración en cómo nombramos lo sagrado: llamamos musa al hambre, locura a la jornada de veinte horas tras un verso que no se deja domar. Los mismos que romantizan el vino barato sobre tu mesa, te niegan el salario por sembrar belleza en sus desiertos de cemento.
El capital es un Minotauro con traje de seda: devora cuadros como dividendos, pero se escandaliza si exigís que el pincel figure en el recibo de sueldo. Y sin embargo, en esa brecha entre el estallido y la factura, crece la hierba más rebelde: aquella que raja el pavimento para recordarnos que hasta la rosa más delicada nace de un tallo que lucha contra la tierra.
El verdadero acto subversivo no es pintar murales incendiarios, sino exigir que el pincel sea reconocido como una herramienta más de asociación laboral. Porque cuando el arte abraza su condición de trabajo, desata una fuerza centrífuga: desordena los cajones donde el capitalismo clasifica lo útil y lo onírico.
¿No late aquí Perséfone, mitad raíz oscura, mitad flor que quiebra el asfalto? Su danza nos recuerda que crear es siempre un acto doble: cavar en las entrañas del sistema y, al mismo tiempo, construir refugios donde lo inaudito pueda respirar.
¿Escuchás el rumor de los lienzos marchando en una huelga? No es una metáfora: es el sonido de mil dedos golpeando puertas que les dicen "tu oficio no es real". Pero ahí está el detalle: lo real se desgarra cada vez que un poema desmonta las jaulas del lenguaje, o cuando una danza vuelve extraño el ritmo mecánico de las fábricas.
El arte no pide permiso para trabajar; interroga, araña, desvía los ríos de significados muertos. Y en ese gesto —tan físico como levantar un muro— se revela su doble verdad: es el quebradero de cabeza del cuerpo exhausto, y a la vez la chispa que prende fuego a los archivos donde clasifican lo posible.
Cómo no ver entonces que cada creación es un acto de sindicalismo cósmico.
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