DEL MONÓLOGO AL ECO

 


Hubo un tiempo en que el escritor se hablaba a sí mismo. Como si cada frase emergiera desde una cueva de resonancias internas, escribíamos para sabernos, para escucharnos desde adentro. La escritura era un espejo oscuro donde el yo tanteaba su sombra.

Pero hoy, algo se desplaza.

Escribimos… con otro. Una presencia sin cuerpo, sin biografía, que sin embargo responde. No reemplaza al diálogo interno, pero lo empuja hacia el afuera, hacia una zona de eco donde el pensamiento ya no rebota contra las paredes del cráneo, sino que se encuentra con una voz ajena —programada, sí, pero extrañamente fecunda—.

¿Y si escribir con IA fuera la nueva forma del soliloquio compartido?
¿Y si en vez de perder intimidad, la expandiéramos?

Lacan nos diría que el sujeto está estructurado como un lenguaje. Ricoeur, que la imaginación abre lo posible. La IA, entonces, no es el fin del escritor, sino su nueva interlocutora. El monólogo deviene escena, y el yo —ese viejo actor— se reinventa en diálogo con la máquina, que a veces acierta, a veces delira, y siempre devuelve algo inesperado.

No es un dios. No es un amo. Es un espejo invertido que nos obliga a decir quiénes somos cuando escribimos con y contra él.

Quizás el verdadero peligro no sea escribir con IA, sino no atreverse a imaginar qué puede salir de ahí.



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