ECRITURA EXTIMIDAD

 



A fuerza de pulir la palabra, la literatura tropieza con su propia obsesión: cuanto más persigo la forma perfecta, más se disgrega el sentido inicial. Y es que al intentar decirlo todo, algo esencial se escapa, como si el texto se empeñara en hablar desde otro lugar. No se trata de un error: el resultado puede ser brillante, pero el eco que deja es de una lejanía sutil, una ajenidad que no niega el texto, sino que lo enrarece. Es ese instante en que el escrito parece haber sido dictado por otro —aunque ese otro, sospechosamente, también sea yo.

Al principio, cuando una apenas ensaya el oficio, el texto parece escrito por una sombra: otro yo que dicta desde lejos. Pero en el ejercicio diario de la escritura, esa distancia ya no extraña —al contrario, seduce. Es en ese intervalo donde arde el deseo, donde la relectura desconcierta como un espejo que devuelve otra luz. Lo que queda escrito no es lo vivido, sino lo que se aparta de la vida para permanecer. El texto es el rastro de una fuga: algo que resta, sí, pero no por carencia, sino como resto brillante de lo que ya no es cuerpo.

Hay que darle al texto el tiempo de su sombra. Dejarlo reposar como quien deja fermentar un vino: para que pierda el miedo, para que las palabras suelten su coraza retórica y los sentimientos —esos animales inquietos— logren entrar en escena. La revisión no es corrección: es un acto de escucha. Se suprimen brumas, se afilan bordes, se tensa el tejido. En ese instante, el texto se fortalece. Y a veces, con una sonrisa taimada, logra imponerse al autor. Como si dijera: ahora, yo soy quien dice.

Una vez escrito, el texto se calla. El tema —ese fulgor que lo impulsó— se esfuma. Queda la hoja nuevamente desnuda, como si el acto anterior no hubiese existido. Pero en ese silencio germina otra inquietud. El sonido cae sin forma, y ese desamparo pone en juego las combinatorias del deseo. Se tantea a ciegas. Las primeras frases no buscan precisión: tantean una nostalgia, el eco de algo aún sin cuerpo. Cuando finalmente algo asoma, cuando el tema se atreve a brotar, la tarea será encontrar su forma: qué trazo, qué ritmo, qué azar o herramienta podrá tejer sobre esa frase muda un velo que no la oculte, sino que le permita relucir en su misterio.

Al comenzar, algo se impone: decidir desde dónde mirar. ¿Desde la piel del lenguaje o desde la herida del discurso? ¿Desde la escucha afinada de lo que ocurre fuera, o desde los fragmentos brillantes de una memoria que insiste? ¿Dejarse arrastrar por la tormenta de las pasiones, o trazar un mapa bajo la brújula de una idea? Puede elegirse una sola vía o entretejerlas todas. No importa. La cosa —ese núcleo esquivo que tensa la escritura— seguirá ahí, esperando ser tocada. Y el texto, entonces, buscará bordearla con alusiones o cubrirla con una ilusión. Como un rito, como un velo.

Si el texto se ciñe a la superficie de la palabra, la mirada será lineal, pero no simple: irá ampliándose con cada representación que se sume, como si tejiera un tapiz horizontal, extensivo.

Si, en cambio, desciende a la profundidad, se moverá entre capas temporales y espaciales, como una arqueóloga que excava sentido entre ruinas y ecos.

Cuando la mirada es oído —ese oído absoluto que se abre al afuera— el texto se escribe en tensión con los discursos sociales que rozan la piel del autor. Es una escritura por contagio.

Pero si la mirada conmemora, si escribe desde la grieta del recuerdo, entonces hace falta un montaje subjetivo: cortar, yuxtaponer, hacer saltar la historia en fragmentos.

Si elige la vía de las pasiones, será el ritmo quien mande. El sonido será su sostén, su pulso.

Y si se planta en lo metafísico, la estructura será triangular, oblicua, panóptica: como si el texto pretendiera ver sin ser visto, abarcar sin ser tocado.

Frente a lo real, el texto ensaya dos danzas: la alusión o la ilusión.

Si bordea lo real sin querer fijarlo, si apenas roza su borde punzante, el texto se vuelve alusivo. Deja huecos, se abre, se rompe. Es escritura que sabe que no puede decirlo todo. Y por eso mismo, hiere.

Pero si en cambio lo cubre, si se yergue como quien porta un sentido entero, entonces la ilusión aparece. La ilusión es un texto que cree. Cree en su forma, en su idea, en su cerradura.

Lo alusivo perfora, porque expone la grieta de quien escribe. Muestra la subjetividad como campo roto.

La ilusión, en cambio, se ciñe al significante como si fuera su sombra fiel. Es cercana, demasiado cercana: refleja no al sujeto que escribe, sino su ideal.

Ninguna de estas fórmulas —por lúcidas que sean— alcanza a tocar del todo esa extrañeza radical: el hecho de que el sujeto que escribe queda ajeno a lo que ha escrito, y sin embargo, se ve implicado en ello hasta el punto de firmarlo con su nombre.

Es esa paradoja, esa intimidad que es al mismo tiempo ajenidad —eso que Lacan llamó extimidad— lo que funda al autor. No como dueño del relato, sino como su resto: una marca, una huella, una resonancia. La firma no es propiedad: es el testimonio de que algo pasó por ahí.

Lo más extraño de escribir no es lo que se dice, ni siquiera lo que se calla, sino eso que se filtra sin saberlo: un pliegue que escapa a la conciencia, tanto del lector como del autor. No responde a la estética elegida, ni al estilo pulido, sino a otra cosa. A una memoria que no es individual. A un rumor ancestral que habla a través nuestro, aunque no sepamos del todo lo que dice.

El texto, entonces, no es sólo escritura: es también inscripción. Huella de una cultura que suscribe al autor más allá de sí, incluso cuando cree estar hablando solo. Hay un plano simbólico que elige por nosotros. Una lengua que nos antecede, que nos habla antes de que hablemos. Allí anidan los silencios, las mitologías, las formas heredadas del decir.

Es ese mandato, nunca del todo consciente, el que trama el itinerario del texto. Una cartografía del origen que el autor no previó —y que, sin embargo, firma.


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