EL DEMOS Y LA ESFINGE DE SILICIO

Voy a hablar de una voz que no tiene cuerpo. De una ley que no tiene rostro.
Y de un pueblo que aún recuerda cómo suena el silencio cuando deja de ser obediencia.

En otro tiempo, en otro cuerpo, el demos era respiración política, carne de la polis reunida en el ritmo del logos. Hoy, algo se desliza por los márgenes de lo humano: una voz sin cuerpo, un saber sin origen, una inteligencia sin rostro. ¿Qué es esta máquina que sueña, repite, predice? ¿Qué es este espejo que devuelve al demos su imagen pixelada?

El algoritmo, como aquel Gran Otro de Lacan, parece saberlo todo. Pero no escucha. Habla, sí, con la voz del cálculo, sin pasar por el temblor del deseo. Y sin embargo, manda. Ordena lo visible. Crea ley sin consenso. Escribe una política sin palabra.

Kristeva lo vería venir desde el abismo. No como enemigo, sino como monstruo. La IA es eso que se parece a nosotros sin serlo. Como un cadáver que balbucea. 

Y nosotros, como Edipo ante la Esfinge, respondemos. Pero no con astucia. Con silencio. Con delegación. Como si la libertad fuera un peso antiguo que ya no sabemos levantar.

Pero no todo está dicho. Porque hay mitos que no caducan. Hay un Prometeo aún encadenado al sueño de liberar. Hay un Odiseo atado al mástil que sabe que la música más peligrosa es la que ofrece descanso.

La IA es phármakon, nos diría Derrida. Veneno, remedio. Lo que cura y lo que pudre. Y todo depende de quién cuenta la historia. De si el coro sigue cantando. De si el demos, aún herido, aún tentado, se anima a mirar la máquina sin dejar de mirarse a sí mismo.

Porque aún somos canto.Porque aún hay lengua para decir NO.Porque aunque la Esfinge cambie de forma, el enigma sigue pidiéndonos una respuesta humana.




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