¿ ES POSIBLE OTRA LITERATURA ARGENTINA?



INTERTEXTUALIDAD Y LECTURA CRÍTICA 

La intertextualidad se concibe hoy como un prisma que conecta textos, contextos y lectores, promoviendo lecturas críticas. Como subraya Genoveva Ponce Naranjo (2016), “la lectura es un proceso cultural” y la intertextualidad funciona como teoría que “integra: autor, obra, mediador y al lector con su experiencia y contexto” Es decir, todo lector lleva su historia a cada texto y dialoga con obras anteriores y paralelas; este diálogo transversal enriquece la interpretación y fomenta un juicio crítico sobre el contenido literario. En este sentido, enfoques pedagógicos contemporáneos (inspirados en Paulo Freire o en la escuela crítica latinoamericana) insisten en que leer literariamente exige cruzar saberes e historizaciones, cuestionando los esquemas preestablecidos. Así, las estrategias didácticas actuales vinculan la intertextualidad con la construcción de un nivel de lectura crítico valorativo, permitiendo al lector desenmascarar ideologías tácitas o recuperar significados ocultos en la literatura popular.

TENSIONES ENTRE LITERATURA EDITORIAL Y LITERATURA POPULAR

La historia literaria argentina ha vivido pulsiones entre lo “oficial” y lo “popular”. A comienzos del siglo XX los intelectuales de la revista Martín Fierro rechazaron las narrativas folclóricas masivas (p.ej. los folletines gauchescos de Eduardo Gutiérrez) en favor de una gauchesca modernista “urbana de vanguardia. i Ese conflicto ilustra cómo lo popular (asociado al pueblo) fue percibido como inferior por algunos círculos élite, imponiéndose en cambio lecturas “canónicas” de escritores consagrados como Ricardo Güiraldes iiEn la actualidad esta tensión adopta otros contornos: tras la crisis de 2001 proliferaron las editoriales independientes en Argentina como formas de activismo cultural contra el oligopolio editorial iii. Según Coppari y Vigna (2019), la diversificación editorial de esa época fue “un signo de libertad y desarrollo para producir por fuera del mainstream literario”iv. En efecto, sellos autogestivos y colectivos barriales imprimen libros, revistas y folletos en formatos alternativos, recuperando voces silenciadas. Este escenario demuestra que “la heterogeneidad de proyectos editoriales” es hoy una respuesta consciente que revaloriza la literatura popular frente a la industria cultural dominante.V

ESCRITURA Y LECTURA / BIBLIOTECAS POPULARES.

Los espacios de lectura comunitaria, como las bibliotecas populares, han sido semilleros históricos de la literatura y la alfabetización popular. Por ejemplo, la Biblioteca Popular Sociedad Sarmiento de Santiago del Estero (fue fundada en 1893) se constituyó en un epicentro cultural de debate local.  En general, estos centros se piensan “destinados a brindar un servicio de consulta y préstamo de libros y actividades de extensión cultural para la comunidad”vi. En la práctica, allí se organizan clubes de lectura, talleres de poesía y narración, recitales y congresos vecinales; actividades que democráticamente vinculan la escritura con la experiencia vivida en el barrio o en zonas rurales. Investigaciones actuales enfatizan que —lejos de ser anacrónicos— estos lugares son plataformas para la reconstrucción de narrativas sociales: “la biblioteca popular tiene sobrada razón de persistir y más aún, de crecer”viien el siglo XXI, porque alimentan un saber colectivo. En suma, pedagogías críticas latinoamericanas destacan que enseñar a leer y escribir en comunidad habilita la recuperación de “otras voces, otros saberes”viii, convirtiendo la lectura en un acto de empoderamiento sociocultural .

MIRADAS FILOSÓFICAS, ANTROPOLÓGICASY EDUCATIVAS SOBRE LO PERIFÉRICO

Las perspectivas contemporáneas sobre lo periférico en la literatura confluyen en cuestionar el canon y valorar lo “marginal”. Estudios de teoría cultural han acuñado el concepto de literatura marginal/periférica para hablar de textos al margen de los circuitos convencionales. Por ejemplo, Gonzaga (2014) identifica tres ámbitos periféricos: obras difundidas con tecnologías alternativas (fanzines, fotocopias, mimeógrafos), obras que usan estilos no oficiales, y textos que “representan el habla de los excluidos”ix. Esto implica considerar la voz de inmigrantes, pueblos originarios, trabajadores informales o infancias sin protagonismo institucional, como portadora de conocimiento legítimo. En un nivel más abstracto, corrientes decoloniales latinoamericanas (seguido por Boaventura de Sousa Santos, Walter Mignolo, Enrique Dussel, etc.) hablan de una “ecología de saberes” y de la necesidad de una revolución epistémica que incluya los saberes populares. Desde la antropología social se propone leer la literatura no canónica (folclore urbano, narrativas de luchas sociales, crónicas de barrios) como memorias críticas de comunidades postergadas. En el ámbito educativo, autores como Paulo Freire han defendido una pedagogía liberadora donde la lectura escribe la propia historia colectiva. En conjunto, estos enfoques recomiendan un giro: ya no ver lo periférico como lo residual, sino como otro núcleo de la cultura literaria. Esto abre caminos para ediciones locales, antologías integradoras y proyectos culturales que rescatan el patrimonio textual de la periferia, validando la palabra de quienes históricamente han quedado fuera de los libros de texto. 

LA OMISIÓN DEL HOMBRE QUE ESCRIBÍA EN VOZ ALTA

Rodolfo Walsh fue desaparecido dos veces. Una, por las balas y el secuestro del Estado. Otra, por el gesto editorial, universitario y académico que supo fingir una inclusión formal mientras lo excluía del alma del canon literario. Su obra, demasiado política para los literatos y demasiado literaria para los políticos, fue exiliada del corazón de la literatura argentina como si lo incómodo no fuera su asesinato, sino su estilo.
Lo que molesta de Walsh no es su destino, sino su prosa.
Una prosa sin manierismos, donde el lenguaje se juega en el filo entre el dato, el dolor y la belleza seca del decir justo. Esa escritura que se vuelve acto, más que representación.
Walsh no escribe “sobre” la violencia, la escribe desde adentro. No interpreta al pueblo: le presta cuerpo. Escribe como quien se disuelve en las palabras y por eso es tan peligroso: porque hace que la literatura hable con la voz de los otros, no con la suya propia.
Y eso, para un canon que se alimenta de autorías y brillos individuales, es inaceptable.
En la antología que define lo que hay que leer, Walsh es nota al pie, o peor: silueta que se menciona por obligación. Como si su rol fuera testimonial, no estético. Como si sus textos no fueran una forma mayor del arte de narrar. Como si “Operación Masacre” no inaugurara una forma de novela argentina en la que la sangre es real, el tiempo es el de la historia, y el narrador es un testigo activo que se sabe responsable del mundo.
Walsh es lo que se tapa cuando se habla del estilo.
Y así, el campo cultural reproduce el mismo orden represivo que él denunció: lo popular es tolerado, pero no canonizado. El gesto estético válido es el que no incomoda demasiado. O si incomoda, que lo haga en clave simbólica. No que diga, como él, “ese fue el hombre que murió. Esta es la historia.”

LA LITERATURA SIN BRONCE

Hay otras voces, también, que la historia literaria ha preferido callar.
¿Dónde están las mujeres del margen? ¿Dónde los poetas que escribieron en dialecto, en quechua, en guaraní? ¿Dónde los obreros del lenguaje, los artesanos del cuento que no pasaron por las puertas doradas de la legitimación?
Muchas veces sus nombres quedaron pegados al fango de lo “folclórico” —una categoría que el canon usa como red para arrastrar todo lo que no quiere mirar a los ojos.
Los relatos orilleros, los manuscritos ocultos en periódicos barriales, las voces de la narración oral que nunca fueron transcriptas: todo eso es literatura, aunque no se la haya querido ver como tal.
Porque el gesto que define lo literario no siempre viene con libros ni con salones ni con congresos. A veces es un relato compartido en una cocina, un poema que no se escribe, pero se repite en cada fogón.
Esos relatos sin monumento, sin mármol, sin bronce, son los que merecen una arqueología atenta, una escucha activa. No para “rescatar” como quien salva un objeto del pasado, sino para comprender que están vivos, latiendo, esperando su turno para ocupar el centro de la escena. Y si de márgenes hablamos, no podemos omitir la voz brutal del anarquismo literario, esa trinchera donde la palabra se vuelve cuchillo y martillo contra el orden.

ANARQUISMO Y LITERATURA: CONTRA-CANON, BARBARIE Y ESCRITURAS MALDITAS

Hernán Díaz, en su desentierro de Ghiraldo, retrata el síndrome del escritor incómodo que David Viñas y Juan José Jitrik pusieron en guardia: figuras cuya biografía política devora su obra, no por azar sino por el diseño de una maquinaria de olvido. Si Borges pulió su mito de autor inmune al compromiso, Ghiraldo encarna la literatura como trinchera —un ethos plebeyo según Horacio González— y por eso su voz se dejó caer al sótano de la no-reedición.
Porque el canon es un campo de batalla: las élites domestican lo disruptivo en dos maniobras maestras —fetichizar el estilo o relegar la política a mero “contexto”. Ghiraldo, como Walsh después, sufre ambos destierros: lo tildan de panfletario y lo hielan en el archivo.

LA RETÓRICA ANARQUISTA: ACUCHILLAMIENTO SIMBÓLICO

Viñas mapea en Anarquistas esa obsesión libertaria con el ejército —“verdugos de hermanos”— y traza la épica del desgarro que Leónidas Lamborghini bautizó: una poética que no “describe” al pueblo, sino que sangra con él. En La Plaza (1928), González Pacheco no narra la resistencia: la encarna, convirtiendo a una madre en cuerpo y verbo insurgente, a simple vista, anticipa la gesta de las "Madres de la Plaza". Su teatro, hoy ausente de antologías, pertenece a la estirpe de las literaturas indómitas: textos que se niegan a ser digeridos por el mercado.
El anarquismo literario, con su mezcla de folletín, arenga y tragedia griega, prefigura las ficciones paranoicas que Ricardo Piglia describiría tras Walsh: relatos donde el enemigo (Estado u oligarquía) no es fondo, sino estructura formal.

PERONISMO: EPOPEYA POPULAR Y REALISMO DESENCANTADO

El peronismo oficial forjó su propia estética de realismo mágico estatal: Evita ascendida a santa laica, Perón elevado a caudillo metafísico. Frente a ese relato monolítico, Marechal y Walsh practican lo que León Rozitchner llamó materialismo enajenado: abrazan la épica, pero la fisuran, la contaminan de barro popular.
En Megafón… de Marechal, lo que parece alegoría peronista es, en clave bastarda según Nicolás Casullo, un teatro de operaciones donde lo popular se piensa a sí mismo. Y en su carta a Donald Yates, Walsh articula una crítica corrosiva: denunciar la asfixia cultural peronista no es traicionar al pueblo, sino radicalizar la democracia literaria. Como apunta Martín Kohan, en Argentina escribir es tomar partido, incluso en contra de propios aliados.

RESISTENCIA: BIBLIOTECAS POPULARES COMO TUMBAS Y SEMILLEROS

Las bibliotecas populares —esas anti-academias que Horacio González llamó “el subsuelo de la literatura argentina”— no son meros depósitos polvorientos.
Son tumbas de lo olvidado y semilleros de lo venidero, donde convergen folletines anarquistas, crónicas obreras, cantos migrantes y cuadernos de pasquines.
Allí late la resistencia: una literatura maldita, sin bronce ni prólogo, y sin embargo tan urgente como la palabra de quienes no pueden silenciar el pulso de su propia historia.

HACIA UNA CRÍTICA OBLICUA

La crítica oblicua no traza líneas rectas ni erectas. Se desliza en diagonal, se filtra por grietas, se alimenta de las voces que nunca caben en el catálogo oficial. No pide permiso para irrumpir en el salón, sino que susurra desde las cuevas de la historia.
Cuando María Elena Walsh publicaba en revistas de crítica musical –espacios que no se consideraban “literatura”–, ella ya estaba escribiendo cuentos y canciones que rompían con el molde. Su voz parecía un eco en la biblioteca canónica, pero en verdad era un temblor: interrumpía el orden con humor y ternura.
Piensen en la crónica de un jornalero, anotada en un cuaderno de tapas desgastadas y jamás impresa. Esa crónica –sin firma, sin editor– contiene descripciones del trabajo rural que rivalizan en intensidad con El matadero. Allí late el mismo barro fundacional, pero sin la solemnidad que agrada al canon.
Un verso de palabra sucia y vivida no es parte de nuestras antologías pero sin duda, tiene la verosimilitud de la fuerza y el latido de la sangre obrera. Y , cuando las consignas se amplifican como respuesta a la opresión en las calles y en los puentes, la marcha le da a las palabras un nuevo sentido. 
Por eso, parece que es tiempo de desarmar el podio y en lugar de elevar a un autor al pedestal, preguntarnos  ¿Quién decide que es el “texto literario” y,,,  solo existe impreso en tapa dura y con prólogo académico?
Así, la crítica oblicua no legitima de forma condicional, sino que expone el nudo de poder que construye la legitimidad. Desmantela la arquitectura del canon para liberar espacios donde otras palabras puedan inflamar el sentido.
Esta revisión, esta búsqueda, no puede hacerse desde el centro.
Desde el centro se nombra, se etiqueta, se juzga, se organiza el saber en casilleros.
Pero nosotros —lectores, lectoras, escritorxs, buscadores de sentidos— no queremos un catálogo. Queremos una crítica oblicua, que mire desde los márgenes, que no ordene sino que desestabilice.
Que no legitime a Walsh, a la narrativa oral, a los sin bronce, sino que cuestione el mecanismo mismo por el cual algo se vuelve legítimo.
Esa crítica oblicua parte de la proximidad, de la experiencia, del compromiso con un contexto que no está en los libros, pero que vibra en las calles.
Es una crítica que se permite dudar. Que desconfía del lenguaje consagrado y va en busca de una palabra más sucia, más vivida, más carnal.
Porque la literatura argentina —si es que queremos seguir llamándola así— ya no puede pensarse desde una línea recta que va de Echeverría a Borges como si entre ellos no hubiera habido sangre, pueblos silenciados, dialectos extinguidos, resistencias clandestinas.
La literatura está también en ese pliegue, en ese susurro, en esa grieta.
Allí donde una voz sin nombre empieza a contarnos otra historia.
 Por todo esto, estimado lector, hay que parar un instante, para sentir ese murmullo que escapa bajo los escombros del canon.
Es el susurro de miles de narraciones —almas literarias tan vívidas como el pulso de la tierra— aguardando su turno para alumbrar el horizonte.

¿Quién irá a los archivos polvorientos para rescatar aquel poema en dialecto, olvidado tras la represión?
¿Quién descenderá a la cripta de la oralidad para descubrir la canción con que una mujer tejía resistencia en la penumbra?
¿Qué relatos y ensayos esperan, aún hoy, al calor de una fogata o al filo de un cuaderno de tapas raídas?

La crítica oblicua nos deja con estas preguntas abiertas, como puertas que no sabemos qué habitación comunican. Nos lanza un reto:

Investigar, sí, pero también imaginar.
Leer con el oído de quien escucha a tientas en la oscuridad.
Escribir desde el filo de lo posible y lo desconocido.

Entre Walsh y los sin bronce, entre la voz académica y la canción popular,
se extiende un territorio inacabado de palabras por descubrir.
Y en ese territorio late —aún hoy— el corazón de la literatura argentina:
un corazón que no se detiene en el silencio del olvido,
sino que, con cada latido,  se alza para exigir ser leído, traducido, cantado y reescrito.
Así, este texto concluye no como un cierre, sino como un umbral que alimente nuestra intriga y asombro. De ser así, habremos cumplido el motivo verdadero de este ensayo:

Despertar la curiosidad, para que otros pasos se pierdan en la riqueza porosa de lo olvidado. Aún queda tanto por escribir, tanto por leer, tanto por imaginar,
que tu propia voz será, mañana, el próximo eslabón humanista en esta cadena de retornos.

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