LA AVENIDA PRINCIPAL Y EL TELAR
ACTO I: EL ORDEN DEL TRAZO
La metáfora de una avenida principal es, en mi opinión, una de las imágenes más iluminadoras que Lacan propuso para pensar la función paterna. Sobre todo porque permite imaginar, con cierta crudeza, lo que ocurre cuando esa avenida no existe. Cuando no hay un trazo central que organice el paisaje, cuando no se ofrece una línea rectora, una dirección. Entonces, lo lineal del discurso —su cualidad de serie, su progresión— se vuelve incierto.
Pero lo interesante es que ese “no tener avenida” no produce un abismo. Al contrario: nos enfrenta a una multiplicación de signos. Si se está perdido en un lugar sin partición, se impone otra tarea: visualizar, memorizar, traducir. Priorizar el afuera. Hacer del entorno un mapa. Esa geografía sin centro revela, paradójicamente, la inconsistencia del amo. El poder —sin el amparo de un trazo fijo— aparece como lo que tal vez siempre fue: una levedad disfrazada de peso.
Y sin embargo, qué fácil se olvida esa levedad cuando el estilo del trayecto se convierte en un juego de señas. Inviten a alguien a una casa en un pueblo sin calles principales, y verán cómo cada indicación (“donde está el árbol grande”, “pasando el corral de cabras”, “cerca del mural de colores”) adquiere el tono alegre de una orientación festiva, más allá del motivo real del encuentro.
En esa danza, queda como resto una nueva versatilidad: estar sujeto a personaje. El que nos ve perdidos es el que nos da forma. La mirada ajena nos vuelve estilo, y ese estilo se vuelve signo de representación. Aunque el autor haya muerto, algo —algún objeto, algún detalle— resucita. El objeto nos precede y nos sigue: es la carta en la manga, la madalena de Proust, ese instante ínfimo que irradia lugares, deseos, recuerdos. Pero… ¿cuántos souvenirs se pueden llevar de un viaje?
Por ahora, diría: no todos.
Porque hay una diferencia entre el objeto que se colecciona y el que se elige. Y es allí donde lo político se cruza con el estilo, en el marco ético del deseo. Un estilo se afirma cuando hay fijación compartida; cuando un rasgo deja de ser capricho personal y se vuelve señal de pertenencia. De ahí el encanto de los objetos de marca subjetiva: la pipa de Freud, el bastón de Borges, el ala del sombrero de Gardel. Cada uno desmiente la universalidad del sujeto para afirmar su necesidad de trascendencia individual. Incluso los más humildes gestos —la delgadez de Gandhi, el pantalón de George Sand— hacen trazo.
Pero ¿acaso ese trazo no está ya condicionado por la serie? ¿No hay, en cada intento de marcar estilo, un eco del tiempo contado, del número, de la lógica de la Razón? Medimos nuestra presencia por la cantidad de objetos que podemos lucir, por la acumulación de signos. Así, sin notarlo, seguimos orbitando en torno a la avenida principal.
Lacan decía que la relatividad del tiempo nos permite un “camino ensanchado y perfeccionado”. Una conjunción entre lugar y momento. Tal vez. Pero esa ampliación sigue siendo parte de un recorrido. Hay punto de partida. Hay punto de llegada.
Y sin embargo...
...empecé a sospechar que tal vez haya otros modos de estar en el tiempo. Que el tiempo no sea un trazo, sino un lugar. Que no se transcurra, sino que se habite. Que nacer y morir sean apenas accesos, movimientos dentro de un campo más vasto, donde la vida no se mide por su fin, sino por su presencia múltiple.
Allí, donde la función paterna pierde peso, no emerge el caos, sino el círculo. Una forma distinta de duración, de amor, de política. Un tiempo en el que “yo somos” podría ser una forma verdadera de hablar.
Y quizás, sólo quizás, esa avenida principal, tan deseada al principio, haya sido apenas el umbral para perderse mejor.
ACTO II: EL TELAR
Hubo un tiempo después de la avenida principal. Un tiempo sin avenidas. O mejor: un tiempo en el que las calles no partían el pueblo en dos, sino que lo tejían por dentro. No hubo entonces una epifanía, sino un viaje. Y como en los relatos antiguos, fue el cuerpo el que comprendió antes que la razón.
Primero fueron los ojos: los que vieron en los telares del norte argentino la misma cordillera que luego apareció, intacta, en los tapices del altiplano boliviano y en las mantas de Guatemala. Una misma montaña, múltiples manos. Un solo hilo, miles de nombres. Un mismo lenguaje de formas: geométricas, simbólicas, ancestrales. Era la lengua madre: la que no traduce ni interpreta, sino que borda.
Después fue el tiempo. No el tiempo como transcurrir, ni como línea, ni como pérdida. Sino el tiempo como espera compartida. El tiempo como espacio habitado por generaciones. La mujer que tejía en Antigua, siempre en el mismo lugar, sin urgencia, sin fin. Si no lo termina ella, lo terminará otra. El tejido no es de una, es del mundo. No hay “obra”, hay continuación. El tiempo circular no se apura: se dona.
Ahí comprendí que el tiempo podía ser comunidad. Que si la línea recta del padre prometía destino, el círculo de las mujeres preservaba el vínculo. Que mientras la Avenida Principal organizaba el tránsito, el telar proponía la permanencia.
Y en Venezuela, como confirmación poética de esa intuición, la lengua Chaima me ofreció una revelación gramatical: no dicen “yo tengo”, dicen “yo tenemos”. No dicen “yo soy”, dicen “yo somos”. Y no es error: es elección. No hay sujeto sin pueblo. No hay estilo sin herencia. No hay escritura sin la memoria del Otro.
Entonces, el Uno apareció como reverso del Yo. Ya no como unidad monolítica, sino como cuerpo colectivo. El Uno no como excepción fundante, sino como comunidad latente.
Así, lo que en “La avenida principal” era la angustia del sin-rumbo, aquí se vuelve posibilidad de desvío. El mapa no está fijo, el trayecto no se impone. Hay una danza de señales, una disponibilidad a lo múltiple, un arte de perderse sin desaparecer.
Porque el telar no grita. No predica. No corta. El telar enmudece para que hable el hilo. Y ese hilo —como los relatos orales, como las canciones de cuna, como los poemas que no se firman— nos recuerda que no vinimos a fundar nada, sino a continuar lo que ya estaba. A hilvanar.
La Avenida señalaba el sentido; el Telar lo entrelaza.
Y en ese cruce, se abren otras lógicas, otras políticas del deseo, otras formas del estar. Ni amo ni objeto. Ni autor ni lector. Tal vez lo que somos, lo que seremos, se parezca más a una trama que nos excede.
Y que sin embargo, tejemos.
ACTO III: LA DANZA DE LOS HILOS
Entre la avenida y el telar se abre un espacio singular donde el tiempo ya no es solo línea ni sólo círculo, sino un movimiento que se despliega con libertad, un ir y venir que no busca un destino fijo sino la presencia plena. La línea que señala, que divide, y el círculo que abraza, que prolonga, son dos facetas de ese mismo hilo invisible que sostiene nuestra existencia.
No hay necesidad de elegir entre ellos porque somos la doblez y la vuelta, el recorrido y la trama, el Yo que se descubre en el Nosotros. En ese espacio danzan múltiples voces: las que caminan apresuradas y las que esperan sin prisa, las que observan con la sabiduría de quien sabe que el camino es también casa, y que la casa es a su vez camino.
Celebramos entonces sin jerarquías la multiplicidad del tiempo, la ambivalencia del deseo, y ese poema inacabado que somos. Que la avenida nos enseñe el rumbo, que el telar nos regale la continuidad, y que en la conjunción de ambos encontremos la alegría de ser a la vez línea y círculo, fragmento y totalidad, individuo y PUEBLO.
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