LA LUZ Y SU GEMELO OSCURO
Era una vez un tiempo que se confundía con la luz y su gemelo oscuro.
Las estelas de los planetas eran caminos de migajas que seguíamos con fe de niños, creyendo que el río de risas y silencios —esa música de cascabeles mojados— nunca se torcería.
Pero los pájaros lo supieron: sus vuelos rasantes vomitaron presagios sobre la hierba, plumas chamuscadas quedaron pegadas a los desperdicios como estigmas. Uno cayó en ángulo recto, flecha sin arquero, y entonces vimos la verdad descalza a nuestros pies: un cráter de carcajadas, el ciclón que todo lo escupe en espiral.
Ahora mi tierra, es una canica en manos de un niño-dios enfurecido, Narciso con pataletas de titiritero. La revolea contra el muro de lo posible, y cada grieta sangra y duele. Somos espectadores anestesiados por el zumbido de las pantallas, mendigando migajas de sentido en un banquete de espejismos. Los payasos gobernantes visten trajes de dolce far niente, sus sonrisas son cheques en blanco firmados con sangre ajena. Ángeles de la muerte disfrazados de funcionarios, desplumando el mundo con máscara rígida.
El perverso polimorfo ya no gatea: trota con tijeras de fragmentar realidades, aplastando cuerpos para dilapidar el esfuerzo de las generaciones. Su risa es el sonido de Cronos masticando relojes, devorando el tiempo robado a nuestros sueños.
La simulación de la avaricia nos susurra frases hechas, porque ethos no es un grito esencial y colectivo: es el murmullo de los sindicatos encriptados, son las huelgas postergadas y los memes, como únicas consignas de la calle. No obstante, aún, en el fango del exceso, algo se agita: la figura femenina no es solo Eco repitiendo lamentos. Es Penélope en la sombra, destejiendo la trama del Minotauro con las uñas sucias. Su silencio —ese huracán quieto— no clama por reconocimiento, sino que mapea las venas abiertas del sistema: los tratados económicos que sangran países, las leyes impartidas para unos que sí y otros que no, la prisión de una deuda que se disfraza de libertad.
El ciclón escupe escombros, sí, pero entre ellos caen fragmentos de lo que fuimos: una asamblea en una plaza, un libro subrayado en colectivo, un pan compartido tras el saqueo. El niño-dios puede revolear su canica, pero el vidrio roto siempre corta las manos. La pregunta no es qué pasará, sino qué haremos con las astillas: seguir contemplando el espectáculo, o tallar alfabetos, letras afiladas que escriban en los muros, lo intraducible o la gramática del fuego que siempre quema los manuales del sometimiento.
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