¿QUÉ ES UN TEXTO?
Notas para una ontología de lo inasible
I. El texto como fantasma (Barthes/Lacan)
Un texto no es un objeto, sino un acto de desaparecer. Roland Barthes lo advirtió: el autor muere en el umbral de la página, y lo que queda es un juego de máscaras donde el lector se enfrenta a su propio deseo. Jacques Lacan, desde el diván de la teoría, añadiría que el texto opera como un objeto a: aquello que se insinúa en los intersticios del lenguaje, siempre elusivo, siempre prometiendo un sentido que se escabulle. El texto no se posee; se habita. Es la casa abandonada donde las palabras susurran ecos de voces ajenas, donde cada interpretación es un intento de exorcizar la ausencia que lo constituye.Imagina escribir frente a un espejo empañado. Lo que ves no es tu rostro, sino el reflejo de todos los que alguna vez te leyeron. Lacan diría que el texto es un objeto petit a: nos persigue porque promete un sentido que siempre se escapa, como el nombre de alguien que olvidaste en un sueño. Barthes, fumando en algún rincón, agregaría que el autor no existe; es solo un fantasma que los lectores invocan para culparlo de sus propias heridas. Se escribe, no para decir yo, sino para convertirse en el eco de un deseo ajeno. El texto es un laberinto donde quien escribe el el minotauro y el héroe a la vez.
II. El texto como palimpsesto (Kristeva/Bajtin)
Julia Kristeva nos legó la noción de intertextualidad: todo texto es un tejido de citas invisibles, un coro de murmullos prestados. Mijaíl Bajtin, en su teoría del dialogismo, diría que incluso el monólogo más íntimo está contaminado por el mercado de las voces sociales. Un poema de amor, por ejemplo, contiene los restos de un soneto petrarquista, el eco de una canción popular y la sombra de un mensaje de texto borrado. Escribir, entonces, es participar de un banquete caníbal: devoramos a los muertos para que su savia corra por nuestras venas. La originalidad no existe; existe la alquimia de lo tomado de los retazos de escrituras superpuestas en la historia.
Cada palabra que se escribe está preñada de voces ajenas: la risa de tu abuela, el verso robado a un poeta maldito, el letrero de un autobús que leíste de niño. Kristeva llama a eso intertextualidad: el lenguaje es un cementerio donde los significantes se desentierran y vuelven a enterrar. Bajtin, con su sonrisa de trovador, diría que hasta el diario más íntimo es un carnaval: lo sagrado y lo vulgar se mezclan, y la voz del borracho en la calle puede volverse un salmo.
III. El texto como herida abierta (Blanchot/Ricoeur)
Maurice Blanchot comparó la escritura con caminar hacia un desierto: cuanto más avanzamos, más se desdibuja el horizonte del sentido. El texto es una herida que no cicatriza porque su verdad yace en lo no dicho, en el silencio que lo rodea. Paul Ricoeur, menos austero, hablaría del texto como un espejo fracturado: al narrar, nos vemos reflejados en pedazos, reconstruyendo identidades prestadas. Aquí, el lector no descifra; se confronta con su propia imagen deformada, con las preguntas que el texto le devuelve como un boomerang ensangrentado.Blanchot te susurraría que escribir es caminar hacia un abismo: cuanto más avanzas, más se desdibuja el camino. El texto no es lo que se dice, sino lo que se calla; su poder está en los márgenes, en las grietas donde el lenguaje se quiebra. Ricoeur, más amable, compararía la narrativa con tejer un tapiz con hilos rotos: al contar, inventamos una identidad prestada, una ficción necesaria para no ahogarnos en el caos. Por eso el personaje nunca es del escritor: es el lector quien le da sangre y lo eterniza.
IV. El texto como ritual (Derrida/Foucault)
Jacques Derrida desconfiaba de los centros: para él, el texto es un laberinto sin hilo de Ariadna, donde cada significante remite a otro en una cadena infinita. Un mundo metonímico, sin referencia. La formula necesaria para el consumo permanente. Michel Foucault, por su parte, vería en todo texto un campo de batalla donde se libran guerras de poder: lo que se incluye y lo que se omite son actos políticos. Leer, entonces, es desenterrar cadáveres lexicales: detrás de cada metáfora inocente hay un sistema de exclusiones, un mapa de lo decible y lo prohibido.
V. El texto como acto de fe (Borges/Carver)
Jorge Luis Borges escribió que un libro es un diálogo con el olvido. Raymond Carver, en su minimalismo desgarrador, mostró que un texto puede ser un vaso de agua medio vacío, donde lo esencial está en lo que se calla. Ambos, desde extremos opuestos, apuntan a lo mismo: el texto es un pacto frágil entre quien escribe y quien lee, un acuerdo tácito para creer —aunque sea por un instante— que las palabras pueden salvar del naufragio. Pero como toda fe, está condenada a la herejía: su poder reside precisamente en su fracaso.
Consejo práctico (en clave Carver)
Escribe sobre la cicatriz, no sobre el cuchillo.
Ejemplo: No digas "él lloró"; describe el vaso de agua que dejó a medias en la mesa, el temblor de la mano que no supo tocar la puerta al irse. La verdad no está en el drama, sino en los objetos que sobreviven al drama. Corta las frases hasta que duelan. Y recuerda: lo que se omite es la llave que el lector usará para entrar a tu casa vacía.
Conclusión: Para seguir escribiendo (nota al margen)
¿Y si el texto fuera un pacto de complicidades? Escribimos heridas, el lector las convierte en espejos. Nos equivocamos, por supuesto. Fallamos. Pero en ese fracaso —ahí, justo ahí— nace lo único que importa: la posibilidad de que alguien, en otra habitación, bajo otra lluvia, sienta que sus propias grietas tienen sentido.
Un texto no es respuesta, sino pregunta disfrazada de afirmación. Es el lugar donde el lenguaje se revela como un órgano fallido, incapaz de nombrar lo real, pero obstinado en intentarlo. Al escribir, participamos de un rito ancestral: enterramos significados para que otros los desentierren, sabiendo que cada exhumación será un acto de traición creativa. El texto, en última instancia, es eso: una carta de amor escrita en código, arrojada al mar sin dirección.
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