CENA CANIBAL, EL ORIGEN..


La antropofagia es quizás la celebración más arcaica de la que tengamos noción. Y como el arte también es una forma de celebrar, me pregunto: 

¿Qué hay del arte en la cena caníbal?

¿No será ese banquete oscuro y fundacional la forma más antigua de sublimación?

Los relatos más cercanos a nosotros muestran que quienes practicaban rituales caníbales no lo hacían por hambre ni por sadismo, sino por deseo de trascendencia. En Sudamérica, por ejemplo, se devoraba al enemigo para apropiarse de su valor. El cuerpo era un portador de espíritu.

Comerlo era incorporar su cualidad anímica, su fuerza, su alma: una continuidad vital más allá de la muerte.

José María Rivarola Matto lo describe así en su investigación sobre la antropofagia guaraní: era un acto ritual, colectivo, y con intención abstracta. La muerte del otro no era solo pérdida: era oportunidad de fusión, de permanencia, de celebración.

Pero en los orígenes más antiguos, antes del enemigo, quizás se devoraba a un miembro del propio grupo. Y entonces la pregunta quema:

¿Qué se celebra en la ingesta del semejante?

Quizás, la gloria de estar vivos.

Quizás, una forma brutal y amorosa de sostener la continuidad de la especie.

Ingerir al otro sería, en ese contexto, el acto más íntimo de memoria: llevarlo dentro, continuar con él el camino.

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La base biológica del rito nos empuja aún más lejos. En muchas especies, incluida la humana, la hembra devora la placenta tras el parto. Ese gesto tiene una doble función:

reparar su cuerpo… y animar al recién nacido.

Si la cría nace sin vitalidad, la madre insiste: lame, muerde, toca, llama a la vida. En algunos casos, incluso lo devora. No hay gesto ahí. No hay signo. Solo instinto. Solo la urgencia de que algo viva.

Tal vez ahí, en ese límite entre muerte y vida, entre ingestión y animación, se halle el origen de la celebración.

Y con ella, el germen más arcaico del arte.

Porque el arte también celebra lo no-muerto.

El arte también anima.

Y como la hembra primitiva, insiste.

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En El despertar de la humanidad, se describe una escena conmovedora: los primeros humanos disponían las vértebras del cuerpo del difunto como trípodes rituales. Sobre ellas colocaban recipientes hechos con cuernos vaciados, donde se vertían líquidos en honor del muerto.

Una libación. Un altar. Un gesto de comunión.

El cuerpo del otro se volvía mesa. Y el acto, una cena simbólica.

Ese pequeño altar hecho de huesos y cuernos puede leerse como una proto-misa. No una religión establecida, sino un acto arcaico y vital de trascendencia.

Ahí nació lo sagrado.

Ahí se inauguró el espacio colectivo donde la comunidad se reúne para hacer algo frente a la muerte del otro.

Un intento de no caer.

Una forma de estar juntos, todavía.

Y quizás —solo quizás—el arte empezó cuando alguien decidió no huir del cadáver, sino rodearlo.


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