MITO DEL GENIO Y VOLUNTAD LITERARIA




EL OFICIO ANTES DEL TEXTO

Lecturas, vivencias, ideas, estrategias, artilugios, reflexiones en espera. Crecen en gravedad hasta el aluvión narrativo, o sea, hasta que el escrito, que está preso, se libera.  En palabras de Julia Kristeva, podría decirse que lo que emerge es "el texto que viene del fondo de la historia". Pero ¿de qué historia hablamos? ¿De la propia? ¿De la compartida? En todo caso, sea como fuere, no se trata de la historia oficial. Se trata de esa otra historia, cifrada en el cuerpo, en la lengua herida, en los relatos omitidos o susurrados. Cuando el oficio se ha logrado, el autor juega con las palabras hasta que es tomado por la escritura y de esa forma, propicia el advenimiento del texto. Pero, ¿qué quiere decir Kristeva cuando dice que el texto viene del fondo de la historia? Eso es lo que habría que tratar de dilucidar. En Kristeva, el fondo de la historia está profundamente entrelazado con el fondo del lenguaje. No se trata de la historia oficial, sino de una historia afectiva, simbólica, corporal: una historia que se arrastra en la lengua, en la memoria de las palabras, en su represión y en su ritmo. Cuando escribimos, aparece algo desde ese lugar humano en el que lo íntimo es también político, donde los sentimientos se conjugan con los otros, con los antepasados, con la historia no dicha. En ese cruce de lenguaje y memoria, lo que se libera no es un dato ni un contenido, sino un tono, un acto, una ruptura. Como dice Kristeva en La revolución del lenguaje poético: “El escritor es el que lleva la historia —su historia, la historia de su grupo, de su clase, de su nación, de su lengua— a un umbral donde esta se desgarra para volverse texto.”
Así, novela, cuento, ensayo, lo que fuere, no son simplemente el producto de una buena gramática o de una voluntad literaria formal. Hay quienes, desplazados hacia lo estrictamente literario, producen textos correctos, incluso admirables en su factura, pero carentes de esa experiencia radical que supone dejar que el texto acontezca. Porque hay textos que no se planifican: se abren paso. Y esos textos, cuando logran surgir, tienen una razón de ser que es, si se me permite decirlo así, iluminada espiritualmente. No por moral, sino por intensidad: porque han tocado algo que excede la voluntad de estilo. Y es que el estilo, en el fondo, tiene que ver con el gusto, con lo que puede ser aprendido o elegido, mientras que esa intensidad, ese acontecer de la escritura, parece responder a otra instancia. Tal vez a ese Genius del que hablaban los latinos, esa figura que tutela la singularidad de cada uno. Porque cuando uno es tomado por el texto de esta manera, hay desconocimiento. Uno cree que va a escribir algo, que va a planificar algo, pero lo que surge es otra cosa. Y esa otra cosa, incluso, deslumbra al propio escritor. Ahí es donde tal vez el Genius entra en escena, no como musa externa, sino como esa presencia interior que dicta desde un lugar que no controlamos, pero que nos constituye.
Por eso, todo oficio creativo requiere de una preparación, tal como lo pide Genius, porque:
“Los latinos llamaban Genius al dios al cual todo hombre es confiado en tutela en el momento de su nacimiento. De más está decir de la secreta relación que cada uno debe saber entablar con su propio Genius: indulgere. A Genius es preciso condescender y abandonarse, a Genius debemos conceder todo aquello que nos pide, porque su exigencia es nuestra exigencia, su felicidad es nuestra felicidad. Aun si sus -¡nuestras!- exigencias puedan parecer poco razonables y caprichosas, es bueno aceptarlas sin discutir. Si, para escribir, tenemos -¡tiene él!- necesidad de ese papel amarillento, de esa lapicera especial, si necesitamos precisamente aquella luz mortecina que alumbra desde la izquierda, es inútil decirse que cualquier lapicera hace su trabajo, que todas las luces y todos los papeles son buenos.”

Giorgio Agamben, Profanaciones


Logrado el arranque, surgirá la verificación del desplazamiento de la realidad, a esa realidad que aún no existe y que él mismo establecerá en el mundo simbólico.
Posteriormente, atestiguará sobre lo que es infundido por la plena imaginación, y hasta puede llegar a descubrir algo de lo real que en ella hace signo. El carreteo se va diluyendo cuando se logra ese arranque del texto y del movimiento del texto. Entonces, existe ahí, y particularmente en la novela, que se extiende en el tiempo y en la vida misma del escritor, una experiencia bifurcada: por un lado, la realidad cotidiana, y por otro, la vida del pensamiento y de los sentimientos que ha sido absorbida por el texto. Como decía Kundera, "la vida está en otra parte", y esa otra parte no es la vida de la literatura, sino la vida que nace cuando el escritor ha sido tomado por la escritura. Así, se vive en dos planos simultáneos: la vida normal, y la otra, más secreta, que es la del texto que se escribe desde adentro del escritor.
Hay una generalidad a tener en cuenta: los amantes de la escritura ocupan la mayor parte de su tiempo, y en muchos casos sin registrarlo plenamente, en un laboratorio de la palabra que anticipa el texto por venir.
Como en toda vocación, los móviles pueden ser muchos, pero hay algo no siempre manifiesto y que es uno de los caracteres esenciales inherentes al autor. Más acá del deseo, de la pulsión de escritura, del querer escribir, está la voluntad literaria. Esta última tiene algunas cualidades diferentes a la voluntad a secas ya que habrá que prepararla, que reconocerla.
El tiempo de espera del escrito es un proceso de elaboración. Esto supone borradores, notaciones, señales, vectores, esquemas, y muchas veces ni siquiera eso, sino simplemente rumiar palabras, rumiar ideas, que no llegan a ser el escrito, pero que son esenciales para su logro. Pero también lo que pasa es que al extenderse en el tiempo, ya no es solamente el escritor pensando, planificando. El texto mismo ya tiene su geometría, ya tiene su incidencia en el escritor. Entonces ahí empieza un diálogo donde no siempre se diluyen las dos partes: el escritor y el texto. El uno afecta al otro, se interrogan mutuamente, y la escritura se vuelve una zona compartida, un lugar simbólico que ya no pertenece del todo a ninguno de los dos. Es el material en el que se trabajan los núcleos que impiden la creación escrita, o que la cierran. Es decir, la elaboración que permite la fluidez del texto literario.
Escribir requiere de esa danza, de esa danza que no es un laboratorio positivista, que no trata ni de muestreos ni de conclusiones sino de dimensiones que son insondables y que apenas se tocan a partir de momentos muy especiales del texto, y dan ese efecto que el texto nos sabe regalar como un puñadito de verdad espiritual.
Lo hecho en este proceso es causa de liberación y ejercicio de continuidad. Este laboratorio de la palabra no se afilia en absoluto al rigor positivista en la experiencia, es. algo luminoso, esa luz que surge en la escritura, el retorno de sus efectos de verdad –escritura mediante– y el escaparate fallido de la razón. Ya que esta última es un obstáculo.
Hay una fatalidad terrible en el no-escribir. Como contrapartida, el autor se aplica al ejercicio de continuidad. Y esto es oficio, en tanto que si no escribe, pierde la posibilidad de confirmar, de descubrir una precisión, que solamente puedo definir, por ahora, como un sentir de peso. Y es el sentir que otros escriben en nosotros, experimentar que el cuerpo refunda geometrías venidas de otra parte.
No es la memoria, ni la búsqueda de discursos abolidos o la lectura de quienes nos anteceden en el oficio. Se trataría más bien de lo que se planta furiosamente en el esquema, más allá de todo lo que se lea o escriba y que es efecto de alguna etnicidad inscrita en el autor.
Hay un plano hecho de rasgos y de recorridos ancestrales que se escenifican secretamente y se involucran con la narrativa. No es la escritura que se duplica por efecto de lo inconsciente, sino otra multiplicación que no se atiene al análisis de sentido, ni a los movimientos interpretativos y que ha sido experimentada en algún punto por diversos autores. Dicha por ellos al paso, sin mayor detenimiento, casi como una licencia poética.
Sucede que no es fácil reconocer que hay algo que la escritura puede desnudar, y que se trata de la existencia de discursos, tal vez cercenados, que vienen de otras épocas y que están alojados en el cuerpo.
Relatos que con suerte, el que escribe puede identificar, al permitir su liberación. La elección del curso que sigue un escrito es arbitraria. El relato secreto, si no encuentra su destino en lo real de un soporte, sigue desplazando su obturación por una vía... tal vez... hereditaria.




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