ESCRIBIR PARA ENTENDER: UN ACTO CONTRA LA COMPLICIDAD
1. La necesidad de escribir
Tal vez vos también lo hayas sentido: esa necesidad súbita de escribir sin que nadie lo pida. No por obligación ni por exposición, sino por algo más elemental. Como si las palabras, al desplegarse sobre la página, organizaran algo dentro tuyo que antes era solo ruido o sombra.
No hay que ser escritor para que esto ocurra. Basta con estar vivo, con tener un pensamiento que se resiste al silencio. Porque la escritura —y no cualquier escritura, sino aquella que hacemos para entendernos— tiene la capacidad de estructurar lo informe, de transformar la confusión en esbozo, y el esbozo en comprensión.
Bajtín hablaba del lenguaje como un fenómeno dialógico: todo lo que decimos supone un otro, real o imaginado. ¿Y si ese otro fuera uno mismo, en proceso de volverse alguien más? Escribir, en ese sentido, es una conversación íntima que permite el crecimiento. No se trata de narrar certezas, sino de producir sentido mientras se avanza.
2. Pensar a través del lenguaje
No todo pensamiento está listo para ser dicho. A veces, lo que creemos que pensamos no es más que un balbuceo interno, una intuición sin forma. Es en la escritura donde ese pensamiento encuentra estructura, donde empieza a delimitarse, a tomar cuerpo.
¿Te pasó alguna vez que solo al escribirte entendiste? Que una idea que parecía clara al imaginarla se deshacía al intentar expresarla... hasta que la escribiste. Como si el lenguaje escrito no solo dijera lo que ya sabías, sino que revelara algo nuevo.
Paul Ricoeur, al pensar la relación entre texto e identidad, sugiere que narrarnos —aunque no lo hagamos en forma de cuento— es una manera de construirnos. Escribir es entonces una técnica de sí, una práctica que no solo nos representa sino que nos forma.
No es casual que muchas personas sientan que piensan mejor cuando escriben. No es solo un medio para almacenar ideas, sino una herramienta para generarlas. Escribir es, en muchos casos, pensar por primera vez.
3. El diálogo interior
Al escribir no solo ordenamos pensamientos, también nos escuchamos. Cada palabra trazada convoca un otro dentro de nosotros: una parte que pregunta, duda, contradice o confirma. No es solo el pensamiento el que se estructura; es el sujeto mismo el que se reconfigura.
En este gesto, hay algo profundamente dialógico. Bajtín decía que todo enunciado presupone una respuesta, incluso cuando no es dicha en voz alta. Escribir, entonces, es entrar en un espacio de eco, donde uno lanza una idea y se espera, con paciencia, la respuesta que vendrá… de uno mismo.
¿Y si el texto no fuera solo un producto, sino una escena? Una especie de lugar donde el yo se encuentra con sus preguntas sin resolver, donde ensaya posibles respuestas sin exigencia de certeza. En ese juego, incluso el error tiene valor: revela caminos no pensados.
4. Ficción y verdad personal
Pensemos, por ejemplo, en quien se propone escribir una novela. En ese gesto, aparentemente orientado a la invención, se despliegan múltiples operaciones: estéticas, emocionales, psicológicas. Algunos escriben desde un yo que se vuelve voz narrativa, con la belleza sonora como guía; otros, desde personajes que parecen ajenos, pero que no dejan de llevar marcas biográficas.
La novela —incluso la más imaginaria— no es nunca ajena al cuerpo que la escribe. Está tramada por vivencias, lecturas, pérdidas, ritmos internos. El escritor, al ficcionalizar, también se reencuentra, se fragmenta, se inventa. Porque escribir una historia extensa es, también, escribirse a lo largo del tiempo, dejar que el yo se transforme en pluralidad.
5. Lo inconsciente toma la palabra
Hay palabras que aparecen sin ser llamadas. Frases que se deslizan como si vinieran de otra parte. La escritura, incluso cuando creemos controlarla, está habitada por fuerzas que no dominamos del todo. El inconsciente —ese "otro lugar" del lenguaje, como lo pensó Lacan— interviene, filtra, y a veces toma la palabra.
¿Nunca te sorprendiste escribiendo algo que no sabías que pensabas? Una imagen, una palabra, un giro que parece no venir de vos y sin embargo se impone, con su propia lógica. Esa es una de las potencias de la escritura: hacer visible lo que aún no habíamos reconocido.
En el texto, lo inconsciente no solo irrumpe; trabaja. Teje asociaciones, elige metáforas, insiste con ciertos temas o silencios. Incluso cuando tratamos de esconder algo, a veces es eso mismo lo que más se revela.
Barthes hablaba del "placer del texto" como una zona donde el sentido se desborda, donde algo se goza más allá de la comprensión. Tal vez ahí también habita lo inconsciente: no solo en lo que se dice, sino en cómo se dice, en el ritmo, en los errores, en lo que no encaja del todo.
6. Escribir como acto político
No escribimos en el vacío. Incluso cuando creemos improvisar, hay estructuras que nos sostienen —o nos limitan—: el lenguaje que heredamos, las formas narrativas disponibles, las sintaxis que moldean nuestro pensamiento.
Los formalistas rusos ya advertían que la escritura no solo comunica: también construye una forma. Y esa forma nunca es neutral. Elegir un ritmo, una voz, una disposición del relato, es también tomar una posición en el mundo.
Jakobson distinguió entre la función poética y la referencial del lenguaje. Es ahí donde la escritura se vuelve consciente de su artificio. Un ejemplo claro es la diferencia entre “ser” y “estar”, y lo que eso impone a nuestra visión del mundo.
Escribir, entonces, es participar de un orden mayor. Incluso cuando se cree invención, muchas veces es retorno. Y al tomar conciencia de eso, podemos jugar con las estructuras, torcerlas, reinventarlas.
En tiempos donde escribir parece una urgencia, el "uno" aparece como una forma posible de estar: en el lenguaje, en la historia, en el vínculo con los otros.
Escribir no es solo un ejercicio individual ni un arte menor de la soledad. Es un gesto político, aunque no se lo proponga. Es una forma de estar en el mundo con conciencia.
Escribir para entender(se) es un acto de resistencia.
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