LA COLECCIONISTA DE VOCES (cuento)




En el pueblo hay una mujer.
Dicen que llegó hace muchos años desde la sierra, siguiendo un murmullo antiguo.
Otros juran que siempre estuvo aquí, esperando la hora oportuna.
No tiene hijos, ni marido, ni apellido que se repita. Pero tiene un don, o una maldición: escucha lo que otros no pueden. No fantasmas. No ecos. Escucha voces verdaderas. Las que se callaron. Las que fueron arrancadas. Las que se escondieron por miedo, por vergüenza, por ley.
Las mujeres la visitan al caer la tarde. Le llevan palabras rotas, nombres olvidados, frases que sus madres no se atrevieron a decir. Ella las recibe en silencio. No escribe. No graba. Solo escucha.
Dicen que las guarda en la piel.
O en los huesos.
O en un rincón de la lengua donde ya no llega la censura.
Pero no las guarda para sí.
Las está preparando.
Para algo.
Para cuando haga falta devolverlas.
Las cuida.
No las encierra.
Por el contrario, les va dando fuerza en el decir. Las deja descansar en su cuerpo hasta que puedan volver al mundo sin temblar.
A veces murmura con ellas, por la noche. Las repite como quien canta una canción antigua que no quiere olvidar. Las pronuncia despacio, como si les enseñara a caminar.
Otras veces no dice nada. Solo respira con ellas, como si bastara con que estuvieran vivas en su garganta.
No todas las voces quieren volver. Algunas prefieren quedarse agazapadas. Otras se rebelan, exigen, golpean desde adentro. Ella nunca las obliga. Solo espera. Sabe que cada una tiene su propio tiempo.
Y mientras tanto, el pueblo, que es sabio, porque todo lo que pasa le suda en el cuerpo, al pasar por su casa, se arranca las palabras silenciadas en la fábrica, en el matadero, en la escuela, en los galpones del mercado, en las oficinas del municipio, en los pasillos del hospital.
Lugares donde hablar duele. Donde callar se vuelve costumbre.
Los chicos gritan palabras prohibidas y tiran sílabas recortadas hacia la puerta.
Ella deja entrar esas palabrejas agorrionadas y sonríe.
Las mujeres, que tienen filo en la punta de la lengua, escupen pensamientos oscuros para liberarse.
Como quien suelta una serpiente que llevaba escondida en la garganta.
Pero, al final, la voz se va levantando en diferentes lugares y al mismo tiempo.
Como si pequeños charcos de sonido fueran salpicando, de a poco, la realidad.
En la escuela, una niña repite en voz alta una frase que su abuela decía en secreto. La maestra no la corrige, baja los ojos.
En el mercado, una mujer discute el precio del pan con una palabra que no figura en el diccionario, pero que todos entienden. Las otras mujeres asienten en silencio.
Y el panadero se queda quieto.
En la radio comunitaria, un locutor tartamudea al leer el parte oficial.
Y luego, sin mirar a nadie, deja el micrófono encendido.
En la plaza, un nene inventa una canción con nombres prohibidos.
Y otro la sigue. Y otro.
Y en las fábricas, en los pasillos del hospital, en los bares de las rutas,
se empieza a escuchar la furia del desencanto.
Ella, que había coleccionado tantos decires, escucha el sonido irregular del campanario.
Es el sonido que señala el momento de abrir la voz del tiempo.
Así lo hace.
No habla fuerte. No grita.
Dice.
Suelta.
Con la saliva que guardó palabras como semillas y con la lengua que aprendió a esperar.
Tal como lo había soñado en aquella siesta de la infancia.
Cuando el pastorcito —ya viejo, ya sombra— se le apareció entre los barrotes de la celosía y le dio el don.
De más está decir que lo que dice ella, irrumpe en todas partes. Porque la historia, cuando se suma a la indignación de los pesares, es huracán.

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