SEMIÓTICA ARGENTINA (cuento)

 


“El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro.”
Roland Barthes


El país está detenido. Lo sabemos no porque están calladas las máquinas de la industria, ni vacías las calles, sino porque el tiempo dejó de avanzar en nosotros. Los relojes giran, sí, pero ya no marcan. Vivimos en un presente quieto, espeso como sopa fría. Nadie habla del futuro. Nadie recuerda el pasado con claridad. Todo lo que tenemos es un ahora inmóvil, como si estuviésemos atrapados en la respiración antes del grito.

Afuera, la televisión grita cifras, los noticieros vomitan escándalos y promesas rotas. Todo suena alto, urgente, violento. Pero adentro, muy adentro, algo se aquieta. La detención comienza a volverse una pausa: no por derrota, sino por deseo. Una lentitud densa, reflexiva. Como si al fin, entre tanto ruido, algo en nosotros buscara construir un sentido. Un sentido liberador. Pero aún … algo germina. No es esperanza. No ilusión. Algo más antiguo: el pensamiento.

Ese es Manuel Aparicio. Algunos lo conocen del club social, otros de una vieja columna radial que deja de emitirse cuando el país empieza a apagarse. Tiene esa forma de hablar que molesta: pausada, irónica, sin apuro. Cuando todos gritan, él escribe. No porque cree que lo van a leer,sino porque necesita entender. Su casa huele a humedad, tinta y yerba vieja. Y entre esas paredes, comienza a dibujar con palabras un marco: no un marco de acción, sino un marco de sentido. Quiere pensar en la causa de por qué hay tanta quietud. Por qué la apatía. Por qué ya nada importa.

“Lo que no se nombra, nos nombra”, escribe una madrugada. Las palabras como vértigo. Si estamos rotos, quizá es porque ya no podemos decirnos. No se trata de decir 'algo', sino de decirnos. Nombrarse para existir, sí. Pero también para no quedar en el hueco. Si el país no habla, es porque su carne está enferma. No sangra: supura. Entonces se pregunta: ¿dónde está la voz del pueblo? ¿Dónde el decir cotidiano, el sinsentido, el caos, la semilla? Tal vez ahí, precisamente: en el sinsentido. En ese comentario absurdo de la calle. En la señora que habla sola en la parada. Manuel empieza a pensar que la semilla no vendría del discurso pulido, sino del murmullo. Que el pueblo no tiene que gritar para existir sino balbucear, desvariar, enunciar aunque no supiera qué. Como un niño que aprende a hablar no porque le enseñan, sino porque lo necesita.

En otra parte del barrio vive Gabriel Espósito lo conocen como “el que dibuja en las paredes rotas”. Nunca usa palabras, ni siquiera su nombre. Sólo traza: arcos, curvas, triángulos que nacen donde antes hubo grietas. Una espiral aparece en el muro del viejo correo. Una elipse cruza la vidriera abandonada de la farmacia. Nadie sabe bien qué significan, pero empiezan a aparecer réplicas. Con tiza, con carbón, con el dedo sobre el polvo. No son símbolos: son preguntas.“A mí no me interesan las palabras”, dice , “porque se rompen como las promesas. Pero una curva perfecta, una tangente bien trazada, eso no se olvida. Lo que está desordenado no es sólo el hambre ni el miedo: es la forma. El país perdió su simetría. Su proporción. Sus líneas maestras.” Cuando el caos se vuelve regla, hay que volver a dibujar. No un plano. Solo un trazo. Una figura que reúna lo que se dispersó. Una espiral, por ejemplo. O una elipse. Algo que diga sin hablar.

Esta acción es recurrente en Gabriel desde que se quedó sin trabajo. En el barrio son notorias sus manifestaciones geométricas. A veces aparecen de un día para el otro: líneas trazadas con precisión sobre el cemento descascarado, espirales blancas sobre el gris de los tanques de agua, elipses abiertas como bocas sin voz en las persianas cerradas.

Manuel Aparicio las ve. Al principio con sospecha, después con una especie de reverencia muda. No sabe quién es el autor, pero hay algo en esas curvas que concuerda con las frases que él mismo escribe en las madrugadas. Como si alguien más también estuviera intentando hablar sin gritar. Decir sin consigna. Nombrar sin palabras.
Una día anota en su cuaderno: “Hay alguien más que quiere decirnos algo. Pero lo hace con silencio curvo.”

El apagón llega sin anuncio. Como un golpe eléctrico, y después: silencio. No sólo se apagaron las lámparas, también la televisión, los routers, los parlantes, los gritos grabados de los noticieros. El país, por unas horas, deja de emitir. El poder también se queda mudo.
En la oscuridad, nadie sabe qué hacer. Al principio todo es confusión. Pero después... después viene otra cosa. Las voces comienzan a salir de las casas, a encontrarse en las veredas y preguntar sobre lo que está pasando. Alguien enciende una vela. Otro saca un mate. Manuel oye que alguien lee en voz alta. Gabriel, sin hablar, dibuja una elipse en la tierra húmeda del parque.
Fue una noche distinta como las tres o cuatro siguientes, en las que la información es de boca en boca.

Alguien dice una de esas noches: “¿Se acuerdan de los ciervos en las avenidas? ¿De los carpinchos en los jardines vacíos?” Todos asintieron. Algunos rien, otros se estremecen. Es verdad. Durante la pandemia, cuando las bocinas callaron y los autos se detuvieron, los animales bajaron de sus cerros y se pasearon por calles ocupadas por nosotros. Como si la ciudad, al enmudecer, recordara que no era sólo nuestra.

“Eso está pasando ahora con nosotros.”, murmuró Manuel. “Volvió a salir nuestra palabra. A buscar su espacio. Ya no vive encerrada en discursos. .”
Gabriel no dijo nada. Dibujó en el suelo una curva que parecía el espinazo de un zorro.

Cuando vuelve la luz, no todo vuelve con ella. La red de agua falla en varias manzanas, y hay que acarrearla en baldes o pedirla prestada. Algunos sistemas electrónicos colapsaron del todo: televisores quemados, routers inertes, heladeras convertidas en cajas vacías. La señal de celular va y viene como un suspiro indeciso. El subte queda días detenido, y muchos empiezan a caminar distancias que antes parecían imposibles. En las oficinas públicas, los datos se borran como si el país hubiera decidido olvidar. Y sin embargo, en ese caos material, algo se sostiene. Una palabra compartida. Un mate en la vereda. Un gesto que dice sin protocolos: estamos acá.”

Pero esta mañana ocurrió lo impensado. Varios vecinos despiertan con alertas bancarias: sumas de dinero depositadas en sus cuentas sin explicación. Cifras modestas para algunos, enormes para otros. No siguen ningún patrón. Nadie sabe si es un error, un hackeo, o una decisión secreta... En los bancos, no atienden. Las líneas caídas, los sistemas lentos, los gerentes mudos. Algunos corren a retirar todo. Otros no tocan nada. Hay quienes donan, quienes esconden, quienes lloran sin saber por qué. Es como si el dinero, de pronto, fuera un abalorio. Un objeto brillante pero vacío. Algo que una vez tuvo sentido, pero que ahora no encuentra su lugar. Una cáscara de valor. Y en ese desconcierto, algunos comienzan a reflexionar sobre otra riqueza: el contacto humano. La conversación lenta. El mate compartido sin apuro. El silencio que no duele. Una mirada que sostiene. Pequeños gestos que no cotizan en bolsa, pero sostienen el alma como una red invisible.

Estan a un paso. A un gesto de empezar a organizarse como pueblo. No como protesta, ni como partido, ni como consigna. Algo más antiguo, más orgánico. Una red hecha de palabras, de comprensión, de solidaridad y contacto sincero cuando de pronto… vuelve el ruido.

La televisión, se encendió sola en algunas casas. Los altavoces de la municipalidad empezaron a emitir. La voz del dictador —esa voz áspera, impostada, inflada — vuelve a gritar por los parlantes oxidados. Habla insultando y amenazando al pueblo. Pero ya, es como si repitiera un guion ajado que nadie le pidió. Como si gritar más fuerte fuera suficiente para callar lo que ya había empezado a decirse.

Nadie se inquieta. Otros apagan todo. Manuel baja la mirada. Gabriel clava el compás en la tierra. Nadie responde en voz alta. Pero entre ellos, algo se sostiene: la certeza de haber escuchado otra música. Y que esa música no se olvida fácil.

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