EL ODIO QUE VUELVE (cuento carnivalesco de horror politico)
El aire bajo el puente huele a orín viejo y a hierro oxidado. No es una oscuridad total, sino la penumbra sucia. Beli ajusta el diafragma de su cámara. Su obsesión no son los monumentos, sino las grietas. Ese lugar donde la piedra se resquebraja y deja escapar lo que se oculta. En la intersección que da a Barracas, enfoca los perfiles de cemento de la casona antigua. Dos rostros vaciados en gris que sólo bajo la luz del crepúsculo revelan su secreto: uno es el negativo del otro, la sombra que el arquitecto escondió a plena vista. Ella quiere atrapar ese instante, porque los perfiles son una obsesión para Manuel. Para ella, la prueba de que la realidad tiene un revés y que a veces, sólo a veces, asoma.
El reverso de la vida tiene un nombre: Polimeret. Y un ritual: una bolsa de papel madera que susurra y se mueve con una vida propia. Lo ve una tarde, y es suficiente: la figura encorvada, como extraída de un grabado de Doré, liberando una sombra viva, gris, que se escurre entre la basura con una familiaridad aterradora. No es un acosador; es un sembrador. Un hombre que planta miedo en las alcantarillas de la ciudad y riega su cosecha con silencio. Lo deja pasar esa vez, observándolo desde el zaguán, viendo cómo la bolsa de papel se agita con una energía propia. Sube a su casa, a la silla de mimbre en el pasillo de mamparas, tratando de leer, tratando de olvidar. Pero las palabras del libro se leen solas: rata, persecución, sombra.
Manuel, con su sonrisa fácil, su cartera de novedades y su cuarto oscuro impregnado del olor ácido del revelador, es su refugio.
- Hola Manuel.
- Hola Reina. ¿Cómo estás?
- Bajo presión.
- ¿Problemas en el trabajo?
- No
- ¿Y entonces?
- Se trata de un tipo que me está jodiendo.
- Decime que voy con los rubios y...
- No. No se trata de eso...
- Pero no te veo bien. ¿Quién es el tipo? ¿Qué te hizo? ¿Te hizo daño?
- No. Y además no le tengo miedo. A él no le tengo miedo, es un boludo.
- ¿Y entonces?
- Tira ratas por donde camino. Me sigue y tira ratas. Las lleva en una bolsita de papel madera.
- Y ¿Sabés quién es; cómo se llama o acaso es uno que anda por ahí?
- Lo conozco, se llama Marcos Polimeret
- Así es que se trata de...
- Si. Se trata de eso.
La abraza.
Le muestra las fotos de los mascarones de proa en la fachada, esas caras de cemento que parecen testigos de un naufragio perpetuo. “No puedo alinearlos,” se queja, frustrado. Beli toma la cámara. Tiene la paciencia de quien espera que el mundo se revele. Apoya el ojo en el visor, dispuesta a robarle al tiempo su secreto.
Y entonces, a través del lente, lo ve. No es una aparición, es una profanación. Polimeret, en la terraza, sobre los propios rostros de cemento que ella quiere fotografiar. Con un gesto que es casi un ritual, deja caer dos ratas. Los animales, manchas grises contra la piedra gris, resbalan por la mejilla esculpida - gotas de un aceite espeso, descendiendo hacia la boca abierta del mascarón - como si intentaran entrar en su garganta de piedra. Es un acto de una obscenidad íntima, un graffiti de horror vivo sobre el palimpsesto de la ciudad.
—¡Es él! —grita Beli, la voz quebrada por una mezcla de terror y rabia—. ¡Lanza dos ratas!
Manuel, alarmado, escudriña con los prismáticos, pero sólo alcanza a ver una sombra que se esfuma. La persecución es inútil. Polimeret, como un espectro, se ha evaporado, dejando sólo la evidencia de su acto y el eco de su risa muda en el crepúsculo.
La obsesión de Manuel se enciende entonces. En el cuarto oscuro, bajo la luz roja que todo lo distorsiona, las fotos toman vida propia. Las ampliaciones muestran la secuencia: el corrimiento del ángulo, la rata en la cabeza de la escultura, otra en la nariz, una deslizándose hacia la boca abierta. Y luego, la última foto: la estela de Polimeret huyendo, una figura alta y encorvada que parece dejar un rastro de sí misma, como si su velocidad hubiera quebrado la textura misma de la realidad. Manuel escanea, amplía al 150%. La cara que emerge de los píxeles es la de un teratoma: una masa informe de rasgos contradictorios, de claroscuros siniestros. En su mano, la bolsa de papel madera, ahora no como un accesorio, sino como una extensión obscena de su cuerpo.
Gervasio Estrada, el hombre de la Otra Inteligencia, examina las fotos en su oficina con la frialdad de un patólogo. Su escritorio es un campo de batalla de papeles y sombras.
—Es de los Tira Ratas —dice, su voz un susurro ronco—. Un subgrupo de la zona Sur. No son poderosos; son persistentes. Su poder es el de la insignificancia. Se alimentan de que los subestimes, de que pienses que son sólo un hombre viejo y ridículo con una bolsa de ratas. —Hace una pausa, dejando que el peso de sus palabras se deposite en la habitación—. Son el resto de una maquinaria de terror que perdió su fuelle, pero no sus dientes. Ahora roen los bordes, asustan, recuerdan que el orden es delgado como el papel.
Esa noche, Polimeret entibia un nido de ratas recién nacidas, en un galpón de la calle Azopardo. Parsimonioso, enciende el fuego de la lampara de vidrio y acomodaba pajas, plumas y cenizas dónde acuna a las pequeñas ratas sin piel y de escasos milímetros.
Estrada no promete un héroe; promete un funcionario. “El desprecio les quita valor,” aconseja, pero su consejo suena a trampa. Es la estrategia del poder: esperar a que la basura se pudra sola.
Beli intenta hacerlo. Intenta despreciarlo. Pero Polimeret no es despreciable; es inevitable. La espera a la salida de su trabajo, en la calle que huele a café rancio y humedad de puente. El trapo con éter no es violento; es íntimo, un apagador de conciencia asqueroso y dulzón. La oscuridad que sigue es absoluta, táctil, como ser engullida por un animal grande y mudo.
Despierta atada a un poste en un galpón que es una caja de resonancia de chillidos. El aire es espeso, un caldo de paja podrida, pelo y algo metálico. Polimeret está acurrucado junto a una lámpara de alcohol, la luz azulada baila sobre su espalda encorvada. Acuna el nido de ratas recién nacidas, criaturas rosadas, ciegas y vibrantes. Les habla. No a ella, sino a ellas, en un murmullo que es casi un arrullo. Les habla de lealtades, de traiciones, de la pureza del instinto, de la hermandad de los que roen en la oscuridad mientras el mundo duerme.
—Estrada te busca —logra escupir Beli, su voz un hilo roto en la penumbra cargada.
El nombre actúa como una descarga eléctrica. Polimeret se yergue, su rostro una máscara de odio viejo y fermentado, iluminado desde abajo por la llama azul.
—¡Ese buitre! —grita, y su voz se quiebra en un graznido—. ¡Él y los suyos nos dieron las llaves de las jaulas! ¡Nos enseñaron a soltar los perros y ahora le temen a los ladridos! —En su giro iracundo, torpe y cargado de rabia, patea el nido. El chillido de la madre rata no es un sonido; es un alambre de puro terror clavándose en la mente. El caos es instantáneo, un estallido de movimiento y sonido agudo.
Es en ese instante de distracción primordial cuando los dedos de Beli, arañando el suelo frío y húmedo del galpón, encuentran la varilla. No es un arma. Es un resto, un hueso de la construcción abandonada, un trozo de hierro oxidado y doblado. La liberación no es heroica; es un forcejeo sucio, animal, contra las ataduras ásperas que se clavan en sus muñecas. Es la urgencia pura de la carne por sobrevivir.
Cuando Polimeret se vuelve hacia ella, cegado por la rabia y la frustración, Beli ya está libre. No hay duelo, no hay enfrentamiento épico. Solo un movimiento reflejo, un arqueo del cuerpo para sobrevivir otro segundo más. La varilla no apunta al corazón; se clava en el muslo, un pinchazo profundo, vulgar y efectivo. Un sonido sordo, húmedo.
La sangre brota, oscura y vital. Un aroma metálico y dulzón se esparce de inmediato en el aire fétido.
El universo se contiene por un segundo, como si la propia noche hubiera inhalado. Luego, el galpón entero exhala. Cientos de pares de ojos brillantes en la oscuridad olfatean el aire al unísono. El olor los llama, los convoca a un banquete primitivo que trasciende cualquier adiestramiento o ritual obsceno.
La primera rata salta sobre el muslo herido como un proyectil gris. Polimeret grita, esta vez con un tono de genuina sorpresa, tratando de sacudírsela. Pero ya es una cascada de pelo, dientes y uñas. Otra le muerde la mano que aún huele a éter. Cae de rodillas, y el manto gris se cierra sobre él, un océano vivo y vibrante de hambre. No es una lucha; es una descomposición acelerada, una deconstrucción biológica. Beli, pegada a la pared fría, ve cómo el amo de las ratas es devorado por el instinto puro y ciego que él mismo provocó.
El sonido de la puerta abriéndose de golpe es un hachazo en la realidad. La luz blanca y fría de una linterna barre la escena, iluminando el festín con una claridad clínica, obscena. La figura de Gervasio Estrada se recorta en el marco de la puerta, imponente y calmada.
—Llegamos tarde —dice su voz, plana, profesional, sin rastro de emoción—. Al final, la basura se pudre sola. Solo hay que esperar que apeste lo suficiente.
Beli lo mira, jadeando. No ve horror en sus ojos, ni ira, ni siquiera satisfacción. Ve verificación. Estrada no ha venido a salvarla a ella; ha venido a constatar el evento, a archivar el resultado de una ecuación que ya conoce. Es el notario del horror.
Manuel la rodea con su brazo, tratando de guiarla fuera de ahí, alejarla de la pesadilla, su rostro pálido es un espejo de su propio terror. Beli se deja llevar, mecánicamente, pero se detiene en la puerta. Mira hacia atrás, hacia el cuerpo que ya es irreconocible, y luego hacia Estrada, el hombre que ahora custodia el umbral entre el horror absoluto y el orden restaurado.
—¿Ésta es la gran estocada política? —susurra, y su voz suena extraña en sus oídos, cargada de una amargura lúcida y devastadora—. Tarde o temprano, un mal nacido como él termina así. Devorado por lo corrupto y putrefacto de su vida.
Estrada desvía la mirada del espectáculo dantesco y la clava en ella. Por primera vez, algo se quiebra en su fachada de funcionario impasible. Un destello de incomodidad, quizás de reconocimiento.
—A veces, la justicia no tiene forma de estatua, sino de carroña —contesta, y la frase no suena a consuelo, sino a un epitafio para una idea entera del mundo, la aceptación de una ley inmutable y cruel.
Beli sale a la noche. El aire frío le golpea el rostro, pero no logra limpiar el olor a sangre y éter que se le ha adherido a la piel, a la ropa, a la memoria. Respira hondo, restregándose las manos en el vestido con fuerza, como si pudiera borrar el tacto de la herrumbre y la sangre seca, la sensación de la varilla perforando la carne. Camina, con Manuel a su lado, silencioso, ya no un protector, sino un compañero de duelo en la estela de lo ocurrido.
Caminan sin rumbo, dejando atrás el galpón, las luces de los coches de Estrada, el informe que algún subalterno escribirá con lenguaje burocrático. Delante, la ciudad se extiende, indiferente y vasta, sus luces titilando como miles de ojos ciegos.
Beli alza la vista, casi por inercia. Y ahí están. Bañados por la luz fría del alba que comienza a lavar las fachadas, los dos perfiles de cemento, perfectamente alineados, inmóviles, eternos. La composición es impecable, la luz también, la foto por fin se ha tomado a sí misma. La verdadera imagen no está en el encuadre, sino en lo que ha quedado fuera de él: el olor a éter, el chillido de la rata paridora, el sonido sordo del hierro en la carne, el sabor de la carroña en el aire y la mirada de Estrada, aceptándolo todo.
El odio nunca se extingue. Se esconde. Espera, agazapado en los pliegues del orden, en la indiferencia de la ciudad, en la eficacia de los funcionarios, a que la luz perfecta se vaya para volver a salir. Y vuelve. Los perfiles, solo forma pura, un registro silencioso de que el mundo sigue su curso, bello y ajeno.
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